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Ahora que ha terminado el Mundial es momento de volver a la realidad con esta potente crónica

Título original: Rompecabezas que no se puede armar

—Crónica de una visita a Lima—

Escribe: Luis Pásara

Llego a Lima en pleno calor previo al Mundial de Rusia, al tiempo que la ciudad se adentra en un frío que no es de otoño sino de invierno y en Puno la gente se muere de frío, literalmente. Esto último, como siempre. Permaneceré solo trece días y mis principales propósitos, aparte de cumplir con las obligaciones contraídas para la visita, es pasar un tiempo con los amigos que viven acá —pocos pero casi los únicos que tengo—, y saber un poco más de un país —o, cuando menos, de una ciudad— donde viví cuarenta años sin alcanzar un nivel satisfactorio de conocimiento.

Ser peruano no solo es una enfermedad incurable; en mi caso, entender el Perú es una obsesión que no tiene remedio y a la que he tratado de enfrentar recientemente —no sé con qué éxito— valiéndome de dos libros (Qué país es este, 2016, y La ilusión de un país distinto, 2017, Pontificia Universidad Católica del Perú).

Anticipo que me iré sin entender mejor lo que es este país; apenas actualizaré mi desconcierto. Pese a ello, en mi laborioso “trabajo de campo”, como en otras ocasiones, camino por donde me atrevo, subo a ómnibus y micros en los que pasajero y cobrador en ocasiones regatean el precio del pasaje, y hablo con quienes puedo, hurgando a tientas en el Perú de hoy. Y recojo impresiones, nada más.

1. Avisos en las veredas

El conjunto se me ofrece como un mosaico desordenado o un rompecabezas que se resiste a ser armado. Esta figura corresponde también a las imágenes de la ciudad, que es el desorden mismo. Un desorden cubierto por polvo y suciedad visibles que no parecen haber sido combatidos a lo largo de la vida de sus ocupantes. A ese descuido patente en las fachadas se suma el ostensible en postes de luz, semáforos, señales de tránsito y otros elementos que nadie limpia ni repara.

Si años atrás hubo en Lima una zonificación urbana, sus efectos han quedado constreñidos a ciertos reductos que perviven no tanto por el cuidado y la vigilancia municipales sino por ciertas convenciones adoptadas por aquellos que, en diferentes niveles económicos y sociales, han hecho del crecimiento de la ciudad un negocio particular. Imagino que así se preservan hermosas zonas de San Isidro o Miraflores, por ejemplo. En el resto de la ciudad prolifera todo aquello que se le ocurra a cualquier “emprendedor” que costee la inversión y pague los sobornos que haga falta.

Los ejemplos que encuentro más ilustrativos en los distritos de Lima que frecuento son los de las avenidas Arequipa, Benavides, Aviación y La Marina. Me detengo en la Arequipa, especialmente en el tramo que corresponde a Lince, que ofrece un conjunto visualmente impactante —que, a mis años, resulta deprimente—  de negocitos y negociazos que ofrecen de todo: desde inversiones inmobiliarias hasta los chicharrones que un candidato presidencial despreció en la última elección. Restaurancitos al paso y chifas —muchos chifas—, hoteles de bajos precios y alta rotación, academias para estudiar cualquier cosa, centros de “belleza y estética” para diferentes bolsillos, laboratorios médicos, fotocopiadoras… Veo menús de tres dólares que incluyen pan y refresco, y que resultan intrigantes cuando uno constata en los supermercados que los precios de Lima son “internacionales”.

La oferta pugna valiéndose del uso de los colores más llamativos y cualquier recurso que el “emprendedor” del caso imagine útil. Por ejemplo, alguien descubrió que puede pegarse impunemente pequeños avisos de publicidad sobre las veredas, que resisten con éxito a la limpieza esporádicamente intentada. Y, allí también, se ofertan préstamos de mil soles que se deben pagar en doce cuotas mensuales de cien —¿todavía está prevista y sancionada la usura en el código penal?—, masajes y “Gatitas Vip” cuyos servicios son fáciles de imaginar, y abortos inmediatos que, claro está, se revisten elegantemente con una interrogación cortés sobre “atrasos menstruales”.

Sebastián Salazar Bondy se atrevió a llamar “horrible” a esta ciudad, examinando a sus gentes más que al paisaje urbano. ¿Qué diría hoy, ante estas múltiples fotografías que ilustran la desaparición del interés público, muerto víctima de incontables intereses particulares, tanto grandes como pequeños? Nadie se pregunta si tal o cual cosa es legal o no: ¡a quién podría interesarle esa interrogante cándida!

2. El Metropolitano se muerde la cola

Si la imagen urbana quieta retrata a Lima como un gran desorden, la dinámica se encuentra en el tránsito. Choferes que manejan ómnibus —ya no solo micros— con la misma, digamos, desenvoltura de los mototaxistas. Policías, usualmente mujeres, que sustituyen a semáforos que siguen funcionando pese a su visible desempleo, a quienes se les ha inculcado que el tránsito mejora cuando se da el pase durante diez minutos o más, por ejemplo, a los vehículos en Javier Prado, mientras crecen en cada esquina grupos de peatones que no se arriesgan a cruzar el ininterrumpido río vehicular y en las vías transversales se van acumulando masas del transporte público y privado que, sin apagar motores que contaminan sin tregua, esperan su turno y protestan espasmódicamente con sus bocinas para añadir sonido al espectáculo. Semáforos llamados inteligentes que durante cinco minutos o más informan diligentemente de los segundos que restan para el cambio de luz, pero que inexplicablemente al llegar a cero vuelven a empezar la cuenta. Esto último, dicho sea de paso, no lo he visto en ninguna otra ciudad que conozca.

Aprendí hace muchísimos años, pero no lo he olvidado, que cuando los cambios cuantitativos adquieren cierta magnitud devienen cualitativos.

Y hay cambios cuantitativos que, como subir de peso en las personas, transforman la fisonomía. El ejemplo urbano perfecto en Lima es lo ocurrido con el Metropolitano. Eficiente, limpio, ordenado y previsible, el servicio me impresionó durante varios años. Alguna vez dije —o, peor, acaso escribí— que entrar a un paradero del Metropolitano era como pasar una frontera y dejar el caos atrás. Los orientadores efectivamente orientaban al usuario, las señales estaban limpias y actualizadas, y los usuarios respetaban el orden artificial pero eficazmente creado en ese territorio extranjero a los usos y costumbres de la ciudad.

No más.

Imagen: RPP

«El Metropolitano ha sido víctima de su éxito: la afluencia de pasajeros ha llevado a su decadencia». Imagen: RPP

La multiplicación de usuarios y de vehículos está hundiendo —progresivamente y todavía no del todo— al Metropolitano en el naufragio de la ciudad. Sus frecuencias son imprevisibles y a menudo arbitrarias; las apreturas en cada vehículo han recortado los niveles civilizatorios de una época hoy añorada; y las empresas a cargo han recortado gastos —que es la manera más presentable de decir que han aumentado ganancias— que, entre otros efectos, durante el verano convierten los buses en saunas en movimiento.

Para usar un lugar común, el Metropolitano ha sido víctima de su éxito: la afluencia de pasajeros ha llevado a su decadencia.

3. El limeño, un personaje en extinción

Muchos de los rasgos que caracterizan a la Lima de hoy se podían identificar, en estado embrionario o incluso latente, en la Lima en la que nací y ya asomaban desafiantes en la Lima achorada de la que decidí irme hace más de treinta años. Pero la acumulación y multiplicación de todos los pequeños desbordes ha hecho de la ciudad algo distinto. Algo no solo menos reconocible por los viejos como yo; también menos vivible, creo.

Quizá lo menos reconocible no es la ciudad sino su gente. El “limeño” es un personaje que ha sido sometido a un proceso de extinción. Existen gentes nacidas en Lima, que es algo distinto. Lo pienso cuando camino entre esas muchedumbres de peatones zombies que andan hipnotizados por las pequeñas pantallas de sus celulares, a lo que algunos añaden audífonos para asegurarse el aislamiento completo. Lo pienso cuando veo vacilar, indecisos o inseguros, a los pasajeros que no saben si subir o no al micro cuyo llamador les urge a abordar, pero lucen igual cuando se trata de bajar de él. Lo pienso cuando pregunto al huachimán de un edificio o un negocio dónde está la calle que él me dice desconocer y que luego descubro que está a la vuelta. Lo pienso cuando consulto con un vendedor —de la farmacia o de la librería, da igual— y desde su completa ignorancia, en el caso de dar una respuesta honesta admite que no sabe y, en caso contrario, sale del paso diciendo una tontería.

Muchas empresas son responsables, cuando menos en parte, de la pobre calificación de su personal. Prefieren pagar sueldos bajos y cambiar constantemente al personal para que no adquieran derechos laborales, a prestar un servicio eficaz.

El caso más conocido es el de las farmacias, convertidas en cadenas de comercialización de medicinas de las que el dependiente que nos atiende no tiene la más mínima idea, encerrado como está en los límites de lo que dice la computadora en la que apenas atina a escribir el nombre del producto que le indicamos.

Pero en esta visita constaté que el fenómeno también ha aparecido en una de las cadenas más importantes de supermercados, que llegó a hacerse respetable por la calidad de la atención al público. Una multitud de trabajadores uniformados de rojo están a disposición del cliente pero, si uno pregunta dónde encontrar tal o cual cosa, el interrogado irá en busca de algún compañero para que responda. Aunque los trabajadores mantienen la cortesía, lucen desvalidos. A la empresa, que gasta un dineral en publicidad, este “detalle” no parece importarle; en su manejo se ha desterrado la idea de que un trabajador experimentado puede prestar un mejor servicio, probablemente porque es una idea que aumenta los costos (o disminuye las ganancias).

4. Caracas en Lima

Al paisaje laboral se han incorporado en los últimos meses más de trescientos mil venezolanos, distribuidos en todo el país, según información oficial. Por supuesto, en Lima están en todas partes: taxistas, peluqueras, encargados del valet parking, vendedoras de artesanía peruana en los mercados de la avenida Petit Thouars, donde se vaya.

Un par de pequeños empresarios con los que tengo vinculación me aseguran aquello que es perceptible: son más educados, amables y —ataque a fondo contra mis prejuicios sobre lo que un amigo gustaba llamar “la ética caribeña del trabajo”—  trabajadores que el peruano empleado en el desempeño de las tareas a las que pueden acceder aquellos a quienes la dictadura del “socialismo del siglo XXI” expulsa, más que con la represión, con el hambre y todo tipo de escaseces.

Entre los pocos asuntos que en el futuro un historiador podrá poner en el lado positivo del examen del Estado peruano en estos años, sin duda, está la decisión de acoger a los venezolanos, rompiendo una tradición mezquina del país, cuyos gobiernos dejaron de acoger —rechazando de plano o mezquinando el derecho a residir y trabajar— a muchos latinoamericanos que lo requerían.

Las excusas fueron variadas pero la línea fue la misma; incluso esa política asomó cuando miles de cubanos invadieron nuestra embajada en La Habana, huyendo de la experiencia precursora del mismo “socialismo del siglo XXI”. Esta vez, no; se les ha recibido y, algo sin precedentes, se les ha otorgado tanto la residencia como el permiso de trabajo.

Esto último, como me hacía notar una parienta que tiene un negocito, significa que cuando se les contrata no se está ahorrando costos: legalmente, están en la misma condición y tienen iguales derechos que un peruano. Con los nacionales compiten por calidad de trabajo y no porque sean más baratos. Y muchos están abriéndose paso.

Imagen: Amaru.Tv

«No hay razón por la que ser nacional de un país a uno le dé derecho a ser empleado antes que quien se desempeña mejor». Imagen: Amaru.Tv

Discursos aparte, es cierto que “están desplazando a los peruanos”, como alertan algunas voces. En buena hora que así sea. No hay ninguna razón por la que ser nacional de un país a uno le dé derecho a ser empleado antes que quien se desempeña mejor.  En sentido contrario se sitúan los discursos reaccionarios de toda la historia, que ahora desgraciadamente han encontrado espacios importantes en Europa. Pero, si los venezolanos ponen al descubierto la indolencia y la irresponsabilidad de una porción de trabajadores peruanos, acaso la presencia de los recién llegados ocasione una revolución productiva.

5. «No ganar más para no pagar al Estado»

Por supuesto, entre los peruanos hay quienes son conscientes de sus limitaciones y, si no sienten vergüenza por ellas, al menos reconocen las carencias que padecen, esforzándose por remediarlas. Llego demasiado temprano a una cita con mi hijo mayor para almorzar. Camino hacia El Olivar y me siento en una banca donde disfruto gracias a varios hechos insólitos.

El primero es que es uno de los lugares de Lima que han sido mejorados y reciben una atención cuidadosa; está mucho mejor que El Olivar de mis recuerdos.

El segundo es consecuencia de que, hace unos años, la municipalidad decidió importar pájaros de diversas especies que crean un ambiente agradable, inexistente en otros lados de la ciudad, bastante menos amables.

El tercero es que, en medio de una ciudad de agresividad desbordada, en ese paisaje casi bucólico se pasean todas las sangres y no solo la pituquería que vive en el distrito. Allí me siento a ver pasar el tiempo.

Unos minutos después llega un compatriota que luce un uniforme particular y me pregunta si el espacio está libre; en seguida se sienta al lado para consumir lo que debe ser su almuerzo: una gaseosa y un quequito industrial. No resisto la tentación y, como en otras ocasiones, empiezo con prudencia aquello que mi mujer denomina “entrevista en profundidad al paso”.

Empiezo por preguntarle cuál es la empresa en la que trabaja, cuyo logo exhibe en chaleco y gorra. Al principio parece renuente pero luego responde y me explica que es una empresa de seguridad, que días después vengo a enterarme que es la más grande del país y emplea a dieciocho mil “agentes”. Uno de ellos, mi ocasional compañero de banca, pormenoriza el mecanismo de operación de la empresa, que sirve a muchas otras que han “tercerizado” la seguridad; esto es, que él en realidad no presta servicios en la empresa cuyo logo luce sino en otras, que han contratado con la primera las labores de él y de muchos como él.

Imagen: Mi buen empleo

«Un compañero le ha dicho que es mejor que no gane más porque si su remuneración pasara de dos mil soles, tendría que pagar al Estado —son sus palabras— parte del sueldo». Imagen: Mi buen empleo

Hace varios años que trabaja para esta empresa de seguridad y todavía no entiende por qué es que esa empresa cobra por su trabajo varias veces lo que él recibe luego, que son 1400 soles mensuales a cambio de trabajar doce horas diarias, seis días a la semana. No ha entendido del todo lo que es esa forma de plusvalía que su empresa gana a pesar de no asumirlo como trabajador estable; le renuevan el contrato cada tres meses y, como ha aprendido en la experiencia de otros, nunca sabe si hoy le dirán que no venga mañana. Tampoco yo puedo explicárselo y anoto mentalmente conversar el asunto con mis amigos que siguen enseñando un derecho del trabajo que ha perdido vigencia.

Pero hay algo que verdaderamente lo intriga. Un compañero le ha dicho que es mejor que no gane más porque si su remuneración pasara de dos mil soles, tendría que pagar al Estado –son sus palabras– parte del sueldo. Esto lo deja perplejo y me mira con cara de no entender cuando yo le digo que esos son los impuestos sobre la plata que a uno le pagan. Me doy cuenta de que la noción de impuesto le es totalmente ajena, pese a haber terminado la secundaria, requisito sin el cual ni siquiera lo contratarían de esa manera inestable.

Confirmado una vez más: pasarse diez u once años en las aulas, en el Perú no sirve para nada.

6. Resignación o terruqueo

La conversación mantiene interés pero de pronto me doy cuenta de que debo ir a la cita pactada, en un restaurante cercano donde la cuenta de padre e hijo equivale a una tercera parte de lo que gana mi interlocutor ocasional en un mes. Y la cuenta puede crecer aún más en los rincones exclusivos donde los altos estratos pueden apreciar la “comida de autor”.

Es el Perú, claro. Un país que siempre estuvo caracterizado por la desigualdad —que pudorosamente se prefería presentar como “contrastes”— pero que hoy encuentro más chocante que nunca. Quizá es que la desigualdad se ha hecho más ostensible a partir de los ribetes obscenos en el consumo de los que más tienen o tal vez es que mi mirada con el tiempo ha ido perdiendo la costumbre y hace que me sorprenda de aquello que ha sido naturalizado por muchos peruanos.

Un país que siempre estuvo caracterizado por la desigualdad —que pudorosamente se prefería presentar como “contrastes”— pero que hoy encuentro más chocante que nunca. Imagen: Oxfam

«Un país que siempre estuvo caracterizado por la desigualdad, pero que hoy encuentro más chocante que nunca». Imagen: Oxfam

Cuando crecí en esta ciudad, solo a quienes tenían los privilegios de los “buenos apellidos” les parecía que el orden consistía en esto; fui un joven adulto cuando esa creencia se puso en cuestión, no solo porque leímos a Marx sino porque un gobierno militar decidió acabar con la fiesta interminable del derroche a cualquier precio.

En los años recientes he constatado que todo ha vuelto a cambiar y tanto los de arriba como los de abajo aceptan que las cosas son así. Así como en mi juventud la “gente decente” consideraba que quienes se oponían a ese estado de cosas eran “resentidos sociales”, hoy quien se atreva a esbozar un cuestionamiento es rápidamente “terruqueado” —aporte nacional al castellano que espero sea reconocido pronto por los académicos de la lengua, bastante complacientes con cualquier expresión de uso estrictamente peninsular— por políticos y comentaristas.

Mi vecino de banca no cuestiona aquellas cosas que lo afectan; simplemente, no ha logrado entenderlas. Si viera más televisión o leyera los diarios, probablemente le sería más sencillo entenderlas bajo el principio de que el pobre no es pobre debido a un orden en el que le está reservado un rol desechable; se es pobre —no por bruto, como pensaban los abuelos— debido a que uno no se esfuerza lo suficiente. Así se ha desplazado por entero la responsabilidad de la pobreza al pobre mismo.

No sé si el neoliberalismo consiste en esto, pero este pensamiento se ha hecho sentido común —por cierto, no solo en el Perú—, lo que al parecer en el caso del país conduce a la resignación, mientras paradójicamente se exacerba la excitación del consumo, sin que falten espasmódicos brotes violentos de rebeldía con ocasión de diversos conflictos sociales.

Imagen: Univisión

«Se ha desplazado por entero la responsabilidad de la pobreza al pobre mismo». Imagen: Univisión

Lejos de esos conflictos, dado que mis amigos viven en Miraflores o San Isidro, camino por una zona cara, cuyos peatones son trabajadoras del servicio doméstico, huachimanes, choferes a la espera de que la señora salga para llevarla a una cafetería de Miguel Dasso, guardaespaldas… y de pronto produzco la asociación de “he visto esto”.

El recuerdo es de Nairobi, donde mi mujer y yo fuimos a visitar a unos amigos, yo salía cada día a caminar en la impoluta urbanización donde vivían y tampoco alcancé a ver los rostros de quienes se transportaban en impecables mercedes, audis y lexus. Como en San Isidro, solo me encontraba con trabajadores de oficios subalternos. Claro, allá eran negros; aquí son cholos.

7. Genaro Delgado Parker vive

Ese paisaje de notoria desigualdad no aparece en los medios de comunicación, que prefieren dedicar los titulares de diarios y noticieros a un repertorio de crímenes que van desde los asesinatos ejecutados por el sicariato –en cumplimiento del encargo de cualquiera que pague por esta otra forma de “tercerización”– hasta el de la señora que deliberadamente embiste a un policía o a un agente municipal de tránsito –sea hombre o mujer, dado que en este asunto no se practica la discriminación por género–.

En el caso de los noticieros de televisión, los primeros cinco minutos bastan para ver el despliegue de noticias que, en medio de la creciente inseguridad real que los sondeos detectan, contribuyen cada noche a incrementar la percepción de inseguridad que aconseja a los más encerrarse en casa.

En el caso de los diarios ni siquiera es necesario leerlos. Es suficiente mirarlos en el kiosco de cualquier esquina e informarse democráticamente –esto es, como hace la mayoría de habitantes de Lima, sin pagar–, para ver cómo culos y tetas disputan espacio con los pormenores de los crímenes y la corrupción que hacen noticia ese día, en un ámbito demarcado por ganchitos originalmente fabricados para colgar ropa.

Un día, delante del kiosco, me entero de que cada ministro tiene en promedio quince asesores y que cada uno gana alrededor de veinticinco mil soles. Ignoro a qué conclusión, acaso subversiva, llegan quienes a mi lado comparten la lectura pero es claro que así se forma no la opinión ciudadana sino la impresión mayoritaria. De ahí la importancia de las primeras planas –única lectura de la prensa impresa por “las grandes mayorías”– a cuyo contenido “el doctor” destinó dineros públicos y recursos mal habidos, conforme nos hicieron saber los famosos videos de la salita del SIN.

Pero, seamos justos, Montesinos no descubrió el recurso de embrutecer la atención ciudadana y rebajar al mínimo sus criterios. En 1984, gracias a que fui ave de paso en la televisión, escuché personalmente al filósofo de esa política mediática: Genaro Delgado Parker.

En una reunión informal de la que participábamos gentes vinculadas a la prensa, el entonces magnate de la televisión me aleccionó, quizá sorprendido de que aún no me hubiera dado cuenta: “Lo que la gente quiere es basura; yo les doy basura”. Treinta años después, el propio Genaro se sorprendería si pudiera ver la fructificación de su predicamento. La basura prolifera en los medios, tanto en los que son parte de la denunciada concentración de los medios como en los demás.

Imagen: Trome

«El entonces magnate me aleccionó, quizá sorprendido de que aún no me hubiera dado cuenta: ‘Lo que la gente quiere es basura, yo les doy basura'». Imagen: Trome

Por cierto, hay demasiadas figuras públicas que generan parte de esa basura. La inconsistencia o la incoherencia de las declaraciones de autoridades y políticos de turno son crecientes. Y la despreocupación por la concordancia de número y de género, o la conjugación, es casi completa y no solo afecta a los congresistas que han falsificado certificados de estudios. Pero, por encima de esas cuestiones de forma, la desvergüenza y el cinismo con los que se intenta justificar lo que es moralmente imposible justificar muestran un elenco político en el que hay escasez de ideas y exceso de ambiciones, balance que ha llevado al ciudadano medio de la decepción al hartazgo, especialmente en los últimos años.

8. «Quemar el Congreso»

Tomo un taxi para ir a la universidad que me ha convocado para esta visita. En otra iniciativa que corresponde a mi “trabajo de campo”, punzo ligeramente al chofer sobre los escándalos del Congreso que se han hecho públicos ese día. Mi entrevistado, un hombre que está en la treintena y corresponde a lo que en otros tiempos se llamaba “un criollo”, rebosa indignación. No muestra ningún trazo de formación ideológica o filiación política pero, antes de llegar a nuestro destino, se exalta: “Lo que hay que hacer es quemar el Congreso, maestro, y acabar con todos los ladrones”. Bruscamente senderizado, reflexiono después, en un futuro próximo el hombre podrá ser un elector de Antauro Humala o de un demagogo reaccionario que prometa mano dura no solo con la delincuencia sino también con los políticos.

Del desencanto que alimentó en cuotas modestas Fernando Belaunde en su segundo gobierno, y el primer gobierno de Alan García hizo incontenible, se alimentó Sendero Luminoso pero también nació Alberto Fujimori. Es bueno tenerlo presente.

El Mundial pudo ser visto como una ocasión de tregua a la indignación ciudadana. Pero en los días previos al viaje a Moscú se constató que la aceptación del presidente Vizcarra había caído en picada. Las razones son imprecisamente exploradas por las encuestas pero dudo que tengan que ver con un juicio sobre la persona –magistralmente definida por un amigo como “un hombre inteligente pero no tanto”–; mi sospecha va por el lado de “es como los anteriores”, que es la percepción que más pronto que tarde puede socavar el régimen que por pereza intelectual llamamos democrático. Me pregunto qué porcentaje de electores votarían si la omisión no estuviera castigada con la imposibilidad de ejercer derechos hasta que no se pague una multa relativamente alta.

Quizá el desencanto político –y la desesperanza creciente– es una de las razones que explican esa apuesta fanática de los peruanos por la comida como “la mejor del mundo” y en estos días, más transitoriamente, por la selección de fútbol. En efecto, hacía muchos años que no teníamos un conjunto que, para comenzar, juega en equipo y no es solo una suma de individualidades; que ha dejado el juego tipo fulbito y sabe patear al arco contrario; en suma, que puede pelear con equipos respetables.

Pero, ¿eso es suficiente para explicar que cuarenta mil peruanos hayan pagado –algunos de ellos, endeudándose– varios miles de dólares para “acompañar a la selección”? ¿Qué proporción de ellos padecían el espejismo del Perú-campeón? ¿Cuántos se sintieron representados por las canciones y lemas patrioteros que en realidad son un recurso de marketing para vender cualquier cosa a cambio de hacernos sentir peruanos, orgullosa, engañosa y deleznablemente durante unos días?

9. Los postgrados que ‘blaquean’

Doy unas horas de clase en la universidad, en una diplomatura para la que se me pide que aborde el tema de la reforma del sistema de justicia. Asisten unos quince profesionales, de edades que van desde los veintitantos hasta los cuarenta y muchos. No por ingenuidad sino con el propósito de que quien quiera aprovechar la ocasión pueda hacerlo, he adelantado un material de lectura que, en la primera sesión, compruebo que nadie ha leído, tal como me había prevenido el coordinador de los estudios. Antes de esa constatación previsible, pregunto a los integrantes del grupo por la universidad de origen y confirmo una constante que he visto ya en otras ocasiones: se estudia en una universidad oscura y luego se sigue postgrado en una universidad más o menos respetable, que será usada como “casa de estudios” de referencia en el peor de los casos, y como fuente de contactos y relaciones en el mejor.

Ciertamente, el mío no es un descubrimiento. Esta forma de “blanqueo” es cara –porque las universidades “presentables” cobran alto por los estudios de postgrado– pero, vista como inversión, acaso valga la pena. Dos de los quince participantes no tienen reparos en llegar tarde a las sesiones –lo que al lado de la atención al celular es el tipo de comportamiento que todavía logra irritarme– y otro llega puntual pero se queda dormido, sentado en la primera fila. La mayoría se interesan en el tema pero solo uno ha cultivado ese interés mediante el conocimiento de autores; el resto interviene como si el asunto no fuera cuestión de conocimiento sino de sentido común.

En el mismo panorama universitario, relativamente degradado con la participación activa de los congresistas que representan a las universidades-negocio y su achichada oferta de preparación —o simplemente de titulación—, descubro en este viaje una universidad privada sin fines de lucro, que se ha reproducido mediante filiales en todo el país y es la única donde se estudia de manera más o menos sistemática la calidad de las decisiones judiciales.

Sin examinar el nivel de ese análisis, el solo hecho de que se intente trabajar ese campo descuidado, e incluso menospreciado, por las universidades “reconocidas”, es un dato que no puede pasarse por alto. Pero también es una pieza que difícilmente encaja en el rompecabezas del Perú que desde hace tanto tiempo trato de armar.

Un amigo, con quien comento mi hallazgo, se esfuerza por hacerme notar lo obvio: esos esfuerzos casi inexplicables por mejorar esto o lo otro no cambiarán el país. Es así, especialmente, mientras el aparato del Estado juegue en contra. Sin duda. Y, en efecto, el Estado juega en contra.

"El Estado Imagen:

«El Estado juega en contra». Imagen: Cinismo ilustrado

Leo una serie de trabajos académicos –presentados a un concurso cuyo jurado integro– que mediante un cuidadoso análisis de casos documentan el descuido, cuando no la complicidad, de las instituciones y los actores estatales en asuntos como los derrames de petróleo o los efectos nocivos de la minería, en beneficio de intereses particulares y no de los intereses generales que el Estado debe representar.

Y, bajando a las noticias diarias, el caso de la “terramoza” dopada y violada por dos compañeros de trabajo nos recuerda que las autoridades que deben investigar casos como este –y como el diluvio de la corrupción del tipo Odebrecht– corporizan ese Estado negligente, descuidado e indolente que es el Estado peruano realmente existente.

10. «A la Policía se le respeta…»

Entre mis “informantes privilegiados”, un taxista me pregunta: “¿Recuerda cuando se decía que las policías son honestas, a diferencia de los policías?” y, sin esperar respuesta, pasa a demoler cualquier inocencia: “Son más caras, señor. Exigen más que los hombres”. Sin distinguir sexos, una persona conocida ironiza: “A la policía se le respeta: ya no se les puede dar veinte soles, mínimo cincuenta”.

En muchos casos, los horrorosos casos de violencia contra la mujer que pueblan las noticias incluyen la indolencia de algunos agentes estatales que no intervinieron oportuna y eficazmente. El caso más notorio es el que se conoció gracias al video del hotel ayacuchano, que prueba la agresión sufrida por una mujer que luego se ha convertido en protagonista de la movilización social sobre el tema.

Lo peor del caso no es el ataque brutal del protagonista sino la práctica impunidad que le otorgaron luego los jueces. Y, en paralelo, se mantiene y refuerza la negativa irracional de determinados actores políticos en alianza con evangélicos y el cardenal Cipriani para combatir todo aquello que resalte los problemas de la desigualdad entre los sexos.

Imagen: Andrés Edery

«Lo peor del caso no es el ataque brutal del protagonista sino la práctica de impunidad que le otorgaron luego los jueces». Imagen: Andrés Edery

La emboscada a cuatro policías en el VRAEM no solo trae a la atención pública —esa que se gesta en las portadas escritas y televisadas— este hecho sino la aparente incapacidad sin explicación del Estado, que ha colocado allí a miles de efectivos, para liquidar al centenar de combatientes senderistas convertidos ahora en sicarios de diversos tráficos.

¿Cómo puede ocurrir esta “ineficacia” o, más precisamente, qué hay detrás de ella?

¿Hay intereses concretos en que no se liquide este exitoso foco de desafío a la autoridad del Estado? ¿Siendo la zona tan peligrosa, por qué hay tanto interés entre policías y militares en prestar servicios allá?

¿Quienes actúan allí como fuerzas del orden compiten con los subversivos en la prestación de servicios al narcotráfico y eso explica los periódicos ataques de estos?

Son preguntas sobre el Estado que si no encuentran respuestas ciertas hacen casi imposible armar el rompecabezas.

Pero hasta que se llegue a esas respuestas, si es que se llega, se hace más fértil el terreno para la desconfianza. Perú era el segundo país de mayor desconfianza interpersonal en América Latina; seguía en ese ranking a Guatemala. Las encuestas más recientes indican que los peruanos ya tomaron la punta. Lo prueban diversos signos que encuentro en creciente aumento.

Por ejemplo, se ha hecho común exigir la huella digital en documentos y compromisos escritos, que hasta hace no mucho solo se solicitaba a los analfabetos. Aunque el analfabetismo se haya desterrado o reducido drásticamente, la huella ha vuelto como precaución contra la falsificación de documentos.

La marea de desconfianza llega a los notarios, actores cuya función declarada es dar fe de un acto. No más. Para mi asombro, en ciertos trámites oficiales se exige presentar una copia legalizada por notario, a la que para hacerla creíble hay que añadirle una certificación del Colegio de Notarios. Esta entidad da fe de que el notario efectivamente dio fe de la autenticidad de la actuación. ¿Hasta dónde tendrá que prolongarse la cadena sin lograr la derrota de la desconfianza predominante?

***

P.D. La derrota frente a Francia canceló las ilusiones mundialistas que se vivieron desorbitadamente en el Perú durante las semanas anteriores y que han llevado al mundo la impresión de que la hinchada es superior al equipo. La distancia que ahora me separa nuevamente del país me impide constatar cómo se vive la derrota, si con la depresión que usualmente ha visitado a los peruanos en estos casos o con el engaño alternativo de consolarse con una inexistente “victoria moral”, de la que en política Víctor Raúl Haya de la Torre fue precursor y que Juan Carlos Oblitas ha impugnado valientemente: la derrota es derrota, no tiene atenuantes y hay que aprender de ella.

La participación peruana en el Mundial terminó en lo que era previsible de un equipo de rendimiento bastante mayor que lo conocido en décadas –gracias a la sabiduría no solo futbolera de Gareca para recomponer ese fragmento del rompecabezas– pero que no está a la altura de los grandes del mundo y solo pudo ganar a Australia.

La intervención de Guerrero, de la que muchos creían que dependía todo, no significó nada. Algunos peruanos en Rusia compartieron con otros latinoamericanos protagonismos vergonzosos que las redes difundieron y, menos mal, castigaron socialmente. Al parecer, a Gareca no se le pagará con el desagradecimiento que se le dio a Didí por llevarnos a México ’70.

En suma, esta vez no tuvimos que padecer vergüenza nacional y, cuando menos, los televisores 4K –que llegaron a agotarse en algunos distribuidores limeños– quedaron no solo como recuerdo sino como inversión hogareña. Ahora nos espera Qatar 2022 y la reedición de la esperanza en un país donde las ilusiones son tan efímeras como sus ídolos.

Nota: Los subtítulos que profanaron el texto original de Luis Pásara fueron agregados por Útero.Pe. El texto, evidentemente, fue escrito antes de la detonación de los #CNMAudios.