corrupción , literatura , noticias , Pasajero , politica , sociedad Jueves, 2 junio 2016

5 ficciones que me enseñaron sobre el fujimorismo  

marco240411

Voldemori. Ilustración de Andrés Edery.

Es probable que a todos los que nacimos alrededor de 1990 (y en adelante) nos hayan dicho, más de una vez, que no podemos hablar sobre el fujimorismo porque no sabemos cómo estaba el Perú cuando Fujimori llegó «para arreglarlo». Que no vivimos la inflación y el terrorismo, y que, por eso, ahora no entendemos la gratitud y la fidelidad de quienes apoyan a Keiko. Que nuestra oposición (porque, claro, nos dicen todo esto solo cuando nos oponemos) proviene de la ignorancia y la manipulación.

Qué puedo decir: algo de eso es cierto. Hay muchas cosas que ocurrieron cuando no habíamos nacido, o cuando éramos muy pequeños para comprenderlas. Y es cierto que esa realidad, a muchos de nosotros, nos resulta lejana: aunque me crié en un hogar pobre, nunca tuve que hacer cola en la bodega para conseguir abarrotes básicos. Tampoco escuché nunca explotar una bomba, y ninguno de mis familiares directos fue asesinado por terroristas o por agentes del orden. En mi casa, además, nunca se habló de política, ni a favor ni en contra de nadie, y tampoco teníamos parientes o allegados que trabajaran para el Estado o militaran en algún partido.

Ahora bien, para no extender innecesariamente este post (que pinta para largo), me limitaré a transcribir las palabras de Javier Diez Canseco (a quien, además, el Grupo Colina intentó asesinar):

¿El señor Fujimori está condenado por haber frenado la hiperinflación de [Alan] García? ¿El señor Fujimori está en la cárcel por haber capturado a Abimael Guzmán? [En realidad, fue] el GEIN que, dicho sea de paso, no lo formó él, sino el gobierno anterior. ¿El señor Fujimori está en la cárcel por eso? No. Las personas hacen cosas buenas y hacen cosas malas, y las sancionan por las cosas malas, no por las buenas. Y uno tiene que responder por esas cosas. Y [algunas de] esas cosas malas son atroces, como son los crímenes de lesa humanidad, entre los cuales está el secuestro, entre los cuales está la ejecución extrajudicial, entre los cuales está la tortura… Y esto se combina con una corrupción gigantesca: quince millones de dólares de CTS, en maletas de billetes, contantes y sonantes, para el señor Montesinos.

Sobre esas cosas, las atroces, mi memoria también es limitada. Tenía dos años cuando el Grupo Colina asesinó a quince personas en Barrios Altos (ninguna de ellas pudo ser vinculada a Sendero Luminoso), tres años cuando Fujimori cerró el Congreso y pateó el tablero de la democracia, tres años también cuando, otra vez el Grupo Colina, masacró al profesor y los diez estudiantes de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta, también inocentes.

Mis primeros recuerdos del fujimorismo tienen que ver, más bien, con el ritmo del Chino: no con el baile mismo (aunque también), sino con toda la atmósfera de finales de los noventa, que llegaba a casas como la mía a través de la televisión: Laura Bozzo, los cómicos ambulantes, la profusión de grupos de tecnocumbia, la campaña por la re-reelección, la Marcha de los Cuatro Suyos, el primer vladivideo, la falsa persecución de Montesinos, la renuncia por fax. Digamos que vi el final del baile, quizá por eso el efecto fue menos poderoso, mientras que millones de personas lo siguieron, enganchados a él, desde el 5 de abril de 1992. Como canta Rubén Blades en Desapariciones: Estaban dando la telenovela / Por eso nadie miró pa’ fuera.

Tanto en el colegio como en la universidad, estos temas fueron tocados siempre de manera velada, sin demasiadas luces sobre ellos. No eran temas de clase ni asuntos comunes de discusión entre mis compañeros, así que, bueno, yo sí le debo mucho a la prensa de esos primeros años del milenio. El hecho de que el fujimorismo superviviera a la fuga de su líder, y que sus fanáticos insistieran en su inocencia, permitió que se siguiera hablando de ellos. Cuando Fujimori fue capturado en Chile, extraditado al Perú y luego juzgado por una serie de crímenes y delitos, los medios (algunos medios, es verdad, pero creo que los necesarios) se encargaron de recordarnos por qué se estaba llevando a juicio al expresidente. Vi y leí reportajes, crónicas y noticias que explicaban lo que esa etapa había significado para nosotros: el atropello a los derechos humanos, la compra de la línea editorial de los medios, la guerra sucia de los diarios chicha, la corrupción que había gangrenado la institucionalidad democrática, los robos de miles de millones de dólares al erario, etcétera.

También me ayudaron los libros. No he leído muchos, pero sí suficientes como para hacerme una idea general del fujimorismo. Recuerdo ahora Vladimiro, vida y tiempo de un corruptor, de Luis Jochamowitz (cuya anécdota final recordé en el post anterior); Muerte en el Pentagonito, de Ricardo Uceda; Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso Quiroz; Hatun Willakuy, la versión abreviada del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación; y Pequeños dictadores, de Luis Felipe Gamarra, que incluye perfiles sobre el general Nicolás Hermoza Ríos, el reportero Alejandro Guerrero, la fiscal Blanca Nélida Colán y el líder del Grupo Colina, Santiago Martín Rivas (además, el libro incluye perfiles de Laura Bozzo y Matilde Pinchi Pinchi, elaborados respectivamente por Juan Manuel  Robles y Carlos Paredes). Ninguno de esos títulos es difícil de encontrar.

Y también están, por supuesto, las ficciones. Novelas como Grandes miradas (Alonso Cueto, 2003) y series como Qué buena raza (producida por Michel Gómez en 2002) interpretan esa época, y así como ellas, otras tantas, que se han ido publicando en los últimos años.

Mi intención, esta vez, no es hablar sobre ellas, sino sobre otras ficciones, que no recrean nuestros noventas y, sin embargo, nos enseñaron muchas cosas sobre ellos. Es más: solo una de las historias que voy a mencionar está ambientada en el Perú, y fue escrita y publicada 20 años antes de que Fujimori llegara al poder. Hablan de otras épocas, de otras realidades (hay incluso mundos mágicos y futuros ficticios), y es probable que, salvo Vargas Llosa, el resto de autores no conociera ese contexto peruano mientras componía sus historias, porque no ocurría todavía o porque no estaba dentro de sus fuentes de inspiración. Y, sin embargo, como decía, nos enseñaron muchas cosas sobre él. Los mecanismos del poder y de la corrupción, sus redes infinitas de control, la manipulación de los medios, el abuso de los derechos humanos, la complicidad de la sociedad adormecida: todo está allí.

He escogido cuatro de esas historias por su carácter contemporáneo: fueron publicadas (o hechas película, en el caso de V de Venganza), en los últimos quince años, lo que las inscribe en el contexto de la caída del fujimorismo, y asimismo, en el de nuestro propio crecimiento: muchos de nosotros nos acercamos a ellas mientras dejábamos de ser adolescentes y nos convertíamos en adultos.

¿Es importante hablar de ellas ahora? No sé si importante, pero sí muy útil. En V de Venganza, Evey le dice a V: «Mi padre […] solía decir que los artistas mienten para decir la verdad, mientras que los políticos mienten para ocultarla». Exactamente, por eso el fujimorismo tuvo siempre tanto desprecio por el arte.

Podríamos también, y ya para entrar en materia, tomar este diálogo entre Albus Dumbledore  (director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería) y Harry Potter, que puede leerse en muchos sentidos, y también en el de este post:

–Dígame una última cosa –pidió Harry–. ¿Esto es real? ¿O está pasando solo dentro de mi cabeza?

[…]

–Claro que está pasando dentro de tu cabeza, Harry, pero ¿por qué iba a significar eso que no es real?

[Una última advertencia: en lo posible, he evitado los spoilers, así que lee con confianza].

Harry Potter ( 1997-2007)

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Ilustraciones de los siete libros que componen la saga de Harry Potter. Imagen tomada de vox-cdn.com

Los temas políticos están muy presentes en Harry Potter, la saga «juvenil» que escribió J.K. Rowling. Tanto es así que la relación entre ambos tiene su propia (y muy extensa) entrada en Wikipedia (allí me he enterado de que existen publicaciones y hasta se dictan cursos al respecto).

Lord Voldemort intentó asesinar a Harry cuando este era apenas un bebé. Ese atentando marca el fin de una época para Voldemort, hasta ese entonces líder de una avanzada del mal que estaba por hacerse con el poder absoluto. Termina muy malherido e inicia un largo proceso de recuperación. Harry, por su parte, es ahora un niño huérfano: Voldemort acaba de asesinar a sus padres. Es enviado con unos tíos muggles, es decir, no magos, quienes lo educan sin revelarse su naturaleza mágica. El niño crece semiesclavizado por estos tíos, que lo maltratan y los desprecian, hasta el día en que cumple once años. Ese día, descubre la verdad: es mago, sus padres murieron tratando de defenderlo y es el único sobreviviente de un ataque mortal de Voldemort, cuya memoria está todavía tan viva que nadie se atreve, tantos años después, a llamarlo por su nombre.

Harry ingresa al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Poco tiempo después, descubre algo más: Voldemort quiere volver.

En ese proceso, que dura siete libros (la edad escolar de Harry), se perfilan algunas características y personajes que calzan perfectamente con el fujimorismo (eso explica que, durante la campaña pasada, Marco Sifuentes relacionara a los líderes fujimoristas con la saga de J.K. Rowling, como en esta columna).

Veamos: existen los mortífagos, ese grupo de servidores a Voldemort que, luego de su caída, se dispersan: algunos son atrapados o mantienen su fidelidad, por lo que acaban en prisión. Otros, huyen. Otros consiguen camuflar sus antecedentes y reinsertarse en la sociedad, sirviéndose del discurso ambiguo y de los poderes (políticos, económicos, sociales) que ostentan todavía. Mientras tanto, esperan el retorno del líder.

¿A cuántas cabezas del fujimorismo (del abierto y del caleta) han identificado ya?

También están los dementores, seres mágicos que, de momento, se encargan de cuidar la prisión. Son criaturas oscuras: su presencia elimina la alegría y hiela el ambiente. Son poderosos, intimidan, pero no tienen inteligencia para discernir. Cuando Albus Dumbledore los define, advierte: «No está en la naturaleza de un dementor comprender ruegos o excusas». Su labor como celadores de Azkaban, la prisión mágica, es meramente circunstancial: si la ocasión lo amerita, se irán al bando que les prometa más poder y más libertad para ejercerlo. Creo que Rowling estaba pensando en las fuerzas armadas mientras diseñaba a los dementores. Creo nomás. Y las fuerzas armadas, como recordamos, estuvieron allí para Fujimori. Siempre.

Las instituciones del Estado y los medios de comunicación también cumplen papeles importantes. De las instituciones, el mundo mágico tiene una: el Ministerio de Magia, un órgano único que atiende sus problemas, regula su conducta y media en la relación con los muggles. En el tiempo en que Harry estudia en Hogwarts, el Ministerio no es manipuilado por las fuerzas oscuras, pero sí está infestado de ineptos, egoístas y cobardes. Cuando Voldemort inicia su camino de regreso, Dumbledore, director del colegio, avisa a las autoridades, pero estas prefieren negar la evidencia: aceptarla implicaría intranquilizar a la población, su estabilidad laboral correría riesgos, y se exponen a reconocer sus limitaciones. Enfrentado por esto con Dumbledore y Harry, el Ministerio inicia contra ellos, y contra el colegio, una intensa campaña de difamación, canalizada principalmente desde el diario mágico de mayor circulación, El Profeta. ¿Algo de eso les resulta familiar?

Hay un último aspecto de la saga que me gustaría mencionar: la edad del protagonista. Harry, un estudiante de primer año, enfrenta a Voldemort y sus lugartenientes desde los once años, cuando ingresa a Hogwarts, hasta los diecisiete, cuando sale de él. Su lucha no es solo personal: de ella depende el futuro del mundo mágico. La oposición de Harry a Voldemort, y a lo que este representa, no se limita a las declaraciones o las tomas de postura: desde el inicio, la vida misma de Harry corre peligro. A lo largo de la saga, él debe revisar más de una vez el pasado de sus padres, de los que no tiene memoria, así como el de sus referentes y enemigos. En más de un caso, encuentra en la juventud de estos personajes pasajes oscuros y desagradables, y los cuestiona a partir de su propia experiencia: conforme avanzaba su adolescencia, ha ido tomando consciencia de la dimensión de su tarea: ¿por qué los otros no actuaron así a su edad?

Yo sé, yo sé: es un personaje de ficción, mucho más valiente que muchos de nosotros, pero no puedo evitar la analogía. En Su nombre es Fujimori, el necesario documental de Fernando Vílchez, este se pregunta:

Keiko Fujimori ha absorbido toda la dictadura del padre. Dicen que era muy joven para darse cuenta. ¿Lo era? Año 1992. Golpe de Estado, masacres de Cantuta y Barrios Altos. Susana Higuchi, su madre, denuncia los malos manejos de la donación de ropa del Japón. Keiko Fujimori tenía 17 años. ¿Era muy niña como para no darse cuenta de lo que sucedía?

Año 1994. El Congreso investiga el desfalco de la Caja Militar y Policial: 400 millones de soles perdidos. El Servicio de Inteligencia empieza la persecución contra su madre, Susana Higuchi. ¿Keiko dice algo? No. Acepta ser nombrada Primera Dama. Tenía 19 años. ¿Seguía siendo muy chica como para saber lo que pasaba?

Año 1995. Se intervienen las universidades. Se da la Ley de Amnistía a favor del Grupo Colina. Su madre, Susana Higuchi, denuncia oficialmente su primera tortura. ¿Qué hace Keiko? Había cumplido 20 años. ¿Era muy joven, quizás, para no cuestionar lo que ocurría?

Los años avanzan. Las atrocidades del régimen también. Keiko se mantiene firme… al lado de su padre.

Millennium (2005-2007)

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Portadas de la trilogía Milennium. Imagen tomada de aufeminin

 

La saga Millennium es una de las experiencias literarias más brutales que he tenido en mi vida. Se compone de tres novelas: Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, y La reina en el palacio de las corrientes de aire. Su autor, el periodista sueco Stieg Larsson (que murió antes de que se publicara el primer libro), ambienta esta historia en su propio país. Es increíble esta oscura versión de Suecia. En su artículo sobre la trilogía (que es, más bien, una declaración de amor), dice Vargas Llosa:

El país al que nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e igualdad de oportunidades, aparece en [las novelas de Larsson] como una sucursal del infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las instituciones y el establishment en general parecen presa de una pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas.

Efectivamente, cuando leí la saga, ese fue el elemento que más asocié al fujimorismo: la corrupción generalizada, que tiene agentes en todas las instituciones y cuyo poder es tan grande que parece incluso inverosímil, de mentira. Recuerdo una escena, contada por Ricardo Uceda en Muerte en el Pentagonito, en la que unos agentes paramilitares toman una coaster de la línea 19 y se hacen pasar por pasajeros para capturar a un estudiante que salía de clases en la Universidad del Callao. Y también otra, contada por Luis Jochamowitz en Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor, en la el mismo Jochamowitz ve al por entonces (1992) casi desconocido Montesinos entrar a un restaurante, rodeado de guardaespaldas. Jochamowitz decide salir a un teléfono público para alertar al medio en que trabajaba. Cuando volvió al restaurante, el séquito de Montesinos se puso de pie y salió: un informante, vestido de civil, escuchó la conversación del periodista en el teléfono público y alertó al Doctor. Eso: la red está por todas partes. Todos te ven, están escondidos, pueden ser cualquiera, saben lo que estás haciendo.

V de Venganza  (2005)

difusión

V de Venganza. Imagen: difusión

No he leído la novela gráfica (escrita por Alan Moore e ilustrada por David Lloyd) en que se basa la película, así que hablaré solamente de esta. V de Venganza se ambienta en una distopía (un futuro ficticio indeseable, como en algunas de las realidades de Marty McFly en Volver al futuro).

En este caso, Inglaterra es gobernada por una dictadura fascista, que concentra el poder en una persona. Los que, se supone, representan esos poderes, son más bien monigotes delegados, que están allí para informar sobre las noticias de su sector y recibir órdenes al respecto: medios, asociaciones, efectivos del orden, ministerios, todos actúan en función del dictador.

En V de Venganza aparecen varios elementos interesantes que podrían relacionarse con el fujimorismo. Como el nuestro era un régimen que aparentaba democracia, los poderes del Estado no se controlaban abiertamente: eran corrompidos. El gobierno controlaba el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, el Jurado Nacional de Elecciones; compró las líneas editoriales de los medios y generó contenido para distraer y desinformar a la opinión pública; hostilizó y persiguió a los periodistas rebeldes; calló a los sindicatos y aplastó las protestas ciudadanas.

Y yo incluiría en este paralelo, además, el desprecio por la cultura y el arte. Cuando Héctor Becerril hizo el ridículo en la entrevista con Beto Ortiz, al no tener idea de qué proponía su plan de gobierno en materia de cultura, estaba siendo absolutamente consecuente con una idea central del fujimorismo: el rechazo visceral hacia la academia, la investigación, las humanidades, las ciencias sociales y las artes, a las que siempre se consideró como elementos peligrosos (no lo iban a decir así, por supuesto: el discurso era, más bien, que nada de eso servía en la práctica, que eran ejercicios ociosos que no llevaban a ninguna parte).

Conversación en La Catedral (1969)

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Portada de Conversación en La Catedral. Imagen tomada de cronistasoficiales.com

Esta novela de Vargas Llosa, la única historia ambientada en Perú que he incluido en la lista, recrea la dictadura de Manuel Odría (1948-1956). Más allá de la insuperable destreza técnica (es como este diálogo de Shrek pero sin imágenes, con más personajes, en distintos tiempos y elevado a la millonésima potencia), la novela se plantea otro reto: escribir una novela de setecientas páginas sobre la dictadura sin mencionar al dictador. De esta manera, Odría no aparece, y el libro se convierte en una reflexión sobre lo que una dictadura hace con la sociedad a la que domina: desde el entorno más cercano, pasando por los representantes de poderes económicos y políticos, hasta los personajes que se involucran con ella de la manera más casual. Todos son, de alguna forma, cómplices y víctimas.

En el prólogo a esta novela, escrito en 1998, dice Vargas Llosa:

Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera.

Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, fue la materia prima de esta novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.

Es precisamente en esta novela en la que su protagonista, Santiago Zavala, se da cuenta de que el Perú y él se parecen porque ambos están desganados, tristes, jodidos: «Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál?»

Destaca, en su paralelo con el fujimorismo, la presencia del «asesor en la sombra»: Vladimiro Montesinos tiene un antecedente de Cayo Bermúdez, Cayo Mierda, el personaje que recrea a Alejandro Esparza Zañartu, quien fuera director de Gobierno y luego Ministro de Gobierno del régimen odriísta. Mientras se mantuvo el primer cargo, casi invisible para la opinión pública pero de mucho poder, tuvo libertad para actuar. La visibilidad del Ministerio fue definitiva para su ruina.

[Puedes leer las primeras páginas de la novela aquí].

La fiesta del Chivo (2000)

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Portada de La fiesta del Chivo para Alfaguara

Esta novela de Vargas Llosa (su última obra maestra indiscutible, en mi opinión) recrea, desde tres puntos de vista distintos, la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, el Chivo, que gobernó la República Dominicana desde 1930 hasta 1961, cuando fue asesinado. A diferencia de Conversación en La Catedral, en esta sí que aparece el dictador: Trujillo controla totalmente la República Dominicana: le pertenece. Las radios empiezan su programación cuando él se despierta, nada se mueve sin su venia, sus deseos y decisiones son incuestionables. Su figura cubre la consciencia dominicana, que él ha modelado pacientemente hasta convertirla en una especie de gran sociodrama escolar que le rinde tributo: la capital lleva su nombre, todos los dominicanos tienen una foto suya en casa, los niños le recitan poemas a su madre, los burdos poemarios de su esposa son de lectura obligatoria en el colegio. Sobre esa farsa, se erige el hombre que es, o quiere ser, la encarnación de todos los valores masculinos de la nación: el caballero que corteja y satisface mujeres, el macho descontrolado que se apropia de ellas, el general que dirige con mano firme un ejército y el estadista que conduce el destino de un país.

La dictadura de Trujillo fue sin duda más cruenta, más longeva y de efectos mucho más profundos que la del régimen fujimorista. Sin embargo, siempre hay paralelos: como en Conversación en La Catedral, los aspectos más importantes son la erosión del sistema, podrido por todas partes, y la derrota generalizada de la población, sino apática, entregada a la fiesta del Chivo.

En ese contexto, destaca también la presencia de un asesor oscuro: Johnny Abbes García, que gana a Cayo Bermúdez y Montesinos en truculencia y maldad, pero cumple, en parte, la misma función que ellos: es pararrayos de las críticas ante los abusos, lo que libera al jefe de esa carga incómoda.

***

Si has llegado hasta aquí, e insistes en que todo esto está mal porque «Keiko no es su padre», bueno, te cuento: Keiko tiene una dosis de escándalos, de asesores oscuros y de relaciones sospechosas similar a la que  tenía su padre cuando postuló en 1990. Con la diferencia de que ahora tienen 73 congresistas, 25 años de experiencia en el poder o cerca de él, y un aparato estatal con muchos remanentes del primer fujimorismo. Hablar de lo que nos pasó es necesario si queremos que no vuelva a pasarnos.