En Cinta Lunes, 27 julio 2015

A más de 30 años de su estreno, el efecto lacrimógeno de «E.T. El Extraterrestre» se mantiene intacto

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Escribe: Oscar García (@space_godzilla)*

El domingo fui a ver la reposición de «E.T. El Extraterrestre» en el cine y me di con la sorpresa de que se trataba de la edición original de 1982, la que pude ver en el cine a los seis años, y no la repelente versión maquillada, con cuestionables insertos digitales y una criatura CGI al estilo Jar Jar Binks, que reestrenaron en el 2002. Esta era la versión original de uno de los primeros bombazos familiares de Steven Spielberg y de verdad que gocé cada segundo. Todo lo que admiraba de la película original sigue estando ahí, sin envejecer; incluso el uso de esa marioneta que diseñó Carlo Rambaldi y que en la cinta actúa de modo sorprendente a través de unos enormes ojos expresivos, los que usa a cada momento para maravillarse de un mundo nuevo.

Es una delicia apreciar el trabajo de fotografía en contraluz de Allen Daviau, que apenas ilumina los rostros de  los actores, el mínimo para que entendamos sus motivaciones o lo que piensan. El resto del tiempo nos mantiene entre las sombras, el lugar de donde suele emerger la magia. De la banda sonora de John Williams sería ocioso escribir: se ha dicho ya tanto de este maestro de las partituras de cine. La fanfarria característica que aparece cada vez que sucede algo increíble, como cuando las bicicletas vuelan, es una pieza inmaterial imborrable de la cultura popular del siglo XX. El cine estallaba en sonoros “ahhh” de placer cada vez que sonaba.

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El guion de Melissa Mathison, con aportes del mismo Spielberg, cuenta dos historias entrelazadas. La más obvia, la de un extraterrestre más bueno que el pan, que es abandonado por error en la Tierra y que desea regresar a su planeta, porque literalmente se está muriendo de pena -ET nunca está enfermo, como determinan los científicos que lo capturan-. La segunda historia, el subtexto de la cinta, es la de un niño resentido con su madre por haberse divorciado del padre al que adora, y con el que aún se habla a escondidas. Quienes han visto la película saben que hay varios momentos que obligan al llanto. El que más me sacudió es cuando el niño (Henry Thomas) y esa madre en la que no confía (Dee Wallace) se abrazan, al fin, entre lágrimas: el pequeño alien acaba de morir y en ese momento ambos se conectan por sus historias de abandono reciente. Es como si fuese la primera vez que se necesitasen. Se restituyen los roles afectivos y Spielberg, quien siempre dijo que esta cinta trataba sobre el divorcio de sus padres, lo acentúa con tal maestría que la catarata lacrimal es terapéutica para los personajes y para el público.

Hay otro momento hacia el final, en la misma línea: ET se despide de Elliot con un abrazo largo, al pie de la nave espacial que lo ha venido a recoger. El niño le acaba de decir a su amigo espacial «quédate», porque no entiende por qué la gente a la que quiere, como su padre, lo deja. Y el alienígena le contesta que aunque se esté yendo a otra galaxia estará «justo aquí», y le toca la frente con el dedo. El sobrentendido es claro. Elliot y la madre en ese momento hacen conexión visual por última vez. Los dos están llorando de nuevo. En esta historia en la que todos se van, se despiden, se desencuentran o son abandonados, esa mirada final que se dan equivale a un final feliz. Porque anuncia que, así la nave con el hombre del espacio no regrese nunca, aquellos que se quedaron se tienen mutuamente.

Vayan a verla si les gusta y si pueden. Las últimas funciones son el 29 de julio.

*Periodista, escribe todos los sábados en la revista Somos.

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