reinadecapitada Miércoles, 30 marzo 2016

Mi mamá decía que Vargas Llosa era guapo (O de cómo Chanchi se convirtió en mi ídolo pop) #VargasLlosa80

Regina Limo

Nerd feminista y lesbiana. Escribo guiones, narrativa y teatro. Leo como descosida y colecciono juguetes. También puedes leerme aquí Hueveo en Twitter como @reinadecapitada
Vargas Llosa con biogte en su juventud (Imagen tomada de https://rocolaperuana.lamula.pe/2016/03/28/tres-reportajes-y-un-novelista-1964/luchitopastor/)

Vargas Llosa con bigote en su juventud. Imagen vía: rocolaperuana.lamula.pe

Mi mamá decía que Vargas Llosa era guapo. Eran los setenta y Marito se había convertido en la estrella intelectual del boom latinoamericano. Llegaban a Lima imágenes de él elegante en mostacho desde alguna plaza de Madrid o alguna calle de París. A mi mamá siempre le han gustado los hombres de mostacho (Vargas Llosa, Tom Selleck, etc.).

En ese entonces estaba en boga, desde artistas hasta actores porno usaban bigote, pero en el siglo XXI las barbas lumbersexuales lo han vuelto demodé. En todo caso, esa era la imagen que mi madre admiraba: el Vargas Llosa sonriente, elegante y cancherito a la vez, características difíciles de hallar al mismo tiempo. Y esa es la admiración con la que crecí: Vargas Llosa era EL intelectual.

Está de más decir que toda mi familia votó por él en 1990. Ya se habían llevado un chasco con el primer Alan (excepto mi abuela que siempre ha tenido olfato para estas cosas y odió a García desde el primer momento en que lo escuchó hablar). Se solidarizaron con la derrota y esperaron, pesimistas, un mal futuro para el país (tampoco se equivocaron, sobre todo mi abuela). Tal vez fue mejor así. No sabemos realmente cómo hubiera sido un gobierno suyo. Ya es ocioso hacer esas suposiciones a estas alturas.

Crecí viéndolo así, un escritor comprometido con su oficio y con la situación política. Esa es la imagen de Vargas Llosa que tuve desde pequeña, más que de escritor, de referente cultural, de celebridad. Imagino a otros niños heredar de sus padres la idolatría por algún futbolista o cantante. Yo heredé la admiración a Vargas Llosa. Fue como nuestro santo patrón.

Mientras la gente hablaba pestes en el colegio yo lo defendía aún antes de haberlo leído. No teníamos tanta plata para comprar libros y todavía no aparecía el otro boom: la piratería editorial (que como muchos de nuestros actuales males nacionales, empezó su apogeo en los noventa).

Sin embargo siempre sentí que tenía el deber de leerlo. Era un peruano que no solo había triunfado afuera en una época en que quedarse en el Perú, como diría Santiago Zavala, era joderse o tener que joder a otros, sino que había triunfado en algo que ni siquiera era considerado una profesión respetable: ser escritor.

En mi familia no somos intelectuales ni hemos tenido profesiones vinculadas a las letras o el arte, pero los libros nos eran familiares, respetables, queribles, y quien producía libros tenía que ser, por derivación, respetable, querible, alguien que le daba sentido a la rutina de ocho, diez o doce horas diarias de trabajo.

No leíamos para estudiar, leíamos para divertirnos, vivíamos esas otras vidas ficcionales, ya se tratasen de las novelitas de vaqueros, los cómics mexicanos de amor o los libros escolares, todos traían historias lindas que nos coloreaban las horas de trabajo o soledad.

Intuíamos que la vida real era más que eso, tenía que ser más que eso. No pensábamos en el escritor como el bohemio vago bueno para nada que pinta el estereotipo. Veíamos al escritor como alguien que señalaba las taras de la sociedad, que acusa a los malos políticos y que además creaba historias que nos alegraba la vida. La ficción era el mejor juguete que se había inventado.

MVL en París, años sesenta. Fuente: Juan Goytisolo, "L'école des males", Le Nouvel Observateur N° 89, 27 de julio de 1966

MVL en París, años sesenta. Fuente: Juan Goytisolo, «L’école des males», Le Nouvel Observateur N° 89, 27 de julio de 1966

Por eso cuando decidí que iba a dedicarme a la escritura fue inevitable tenerlo como referente, acercarme a sus libros, leer sus declaraciones, devorar sus entrevistas en los diarios, imitar su vocación monacal. En mi cumpleaños número diecisiete, una amiga me regaló Cartas a un joven novelista. Era una edición pirata, usada y, encima, robada de la biblioteca del papá con el que se llevaba mal, doblemente clandestina, lo que le imprimió un aura de predestinación.

Yo le había dicho que me gustaba escribir y a ella se le ocurrió regalarme justamente ese libro. Era 1999 y Cartas… se había publicado un par de años antes. Yo no sabía que existía hasta que me lo pusieron delante de la nariz con el respectivo feliz cumpleaños. Lo recibí como si fuesen los manuscritos del Mar Muerto. Lo leí y lo subrayé, maravillada de que fuera un libro que no solo hablaba de cómo se escribía sino de los trucos que hacen que ciertos libros nos gusten tanto.

En ese entonces ya había leído Los cachorros, Los jefes y Elogio de la madrastra. A esta última llegué motivada por mi curiosidad quinceañera. La profesora de literatura de cuarto de secundaria, muy conservadora y evangélica ella, nos había contado el argumento en plena clase con pelos y señales, poniendo especial énfasis con su voz chilloncita en la palabra “coito”, un episodio que podría calificar ahora de monólogo erótico-cómico, digno de algún estrambótico personaje de las radionovelas de Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor. Elogio…, y su continuación, Los cuadernos de Don Rigoberto.

Quizás no son las mejores novelas eróticas que se hayan escrito pero me hicieron repudiar más las represiones sexuales y a quienes las imponían. Más tarde vendrían La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y sus demás novelas y obras teatrales. Y luego cometí la estupidez de prestarle mi edición piratita y robada a un amigo que la extravió (o eso me dijo). Pero ya había leído Cartas… de arriba hacia abajo, dos, tres veces: “El escritor siente íntimamente que esciribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues significa para él la mejor manera posible de vivir”.

Un amigo gay dijo que para mí Vargas Llosa era como Madonna para él. Es curioso. Una comparación similar hizo Santiago Roncagliolo en una columna cuando Vargas Llosa fue galardonado con el Nobel.

Es uno de esos símiles inevitables. Madonna se ganó la admiración de los homosexuales neoyorquinos porque reproducía los bailes de sus guetos y alentaba la libertad sexual en plena  era de Bush padre. Por su parte, Vargas Llosa estaba ahí para darme convicción en que los libros eran herramientas de cambio y placer en plenos años noventa. ¿Quién era optimista a finales de los noventa, a comienzos del dos mil?

Habíamos salido de una crisis, de un conflicto armado, de un gobierno corrupto. Vargas Llosa declaraba y escribía. Condenaba y creaba. Era un ídolo endemoniado que dominaba un arte que hacía feliz a la gente. ¿Cómo no querer a alguien que se dedicaba a trabajar incansablemente para entregarnos historias? Vargas Llosa y mi familia me impidieron convertirme en Santiago Zavala.

MI nombre aparece en los créditos del libro, yeeeeeeehhhhhhh (Fuente: Communitas.pe)

MI nombre aparece en los créditos del libro, yeeeeeeehhhhhhh. Fuente: Communitas.pe

Cuando recibió el Premio Nobel sentí que la revancha estaba cobrada. A esas alturas ya no coincidía políticamente con él, ni me gustaba su opinión sobre la cultura (alguna vez escribí al respecto). Pero era imposible dejar de considerarlo un padre putativo, al que se quiere casi incondicionalmente, al que se trata con cariño confianzudo, al punto de decirle Chanchi, como lo llamó la China Tudela en una de sus mejores columnas.

Dos veces tuve oportunidad de verlo en persona. La primera vez fue en la Feria del Libro, el año 2008. La segunda fue el 2012. Yo acababa de recibir la feliz noticia de que uno de mis cuentos había quedado finalista en el Premio Copé. Días antes de la premiación, una amiga editora necesitaba que alguien hiciera la verificación de datos para el libro Vargas Llosa para jóvenes, de Luis Rodríguez Pastor, que llevaba ilustraciones de Andrés Edery.

Se le ocurrió llamarme para hacer la chamba. Me pasé una noche entera hojeando mi colección de biografías de Marito. Estaba doblemente emocionada, porque el libro se presentaría un día antes de la ceremonia del Copé. Un libro sobre MVL iba a llevar mi nombre en sus créditos y yo iba a estar en la presentación casi al lado de Chanchi.

Vería de cerca otra vez a mi escritor favorito y al día siguiente me darían un premio literario. Fue un lunes de diciembre del año 2012. Luego de la presentación del libro ante un público repleto de escolares en el Teatro Nacional, fuimos a uno de los salones acondicionados para socializar.

Vargas Llosa estaba rodeado de gente, para variar, pero la editora y yo tomamos valor para acercarnos a pedirle un autógrafo. Mario, muy serio y acostumbrado a esos asedios, firmó cortésmente mi nueva edición de Cartas a un joven novelista, ahora sí original, y cubierta de anotaciones y subrayados. Pero yo no me iba a quedar contenta con eso.

Le agradecí el autógrafo y luego pregunté si lo podía abrazar. Necesitaba hacerlo, no me iba a bastar el agradecimiento verborreico por haber incentivado mi vocación. Me dijo que sí. Y lo abracé. Era altísimo, sentí que estaba abrazando un baobab.

Luego algunos fans me quitaron el lugar pero yo salí contenta, pensando en que no iba a lavar nunca más mi blusa, con la sensación de haber cumplido uno de esos objetivos fundamentales en la vida, como si me hubiese subido al escenario de un concierto a tocar con un ídolo pop.

Regina Limo

Nerd feminista y lesbiana. Escribo guiones, narrativa y teatro. Leo como descosida y colecciono juguetes. También puedes leerme aquí Hueveo en Twitter como @reinadecapitada