literatura , noticias viernes, 23 enero 2015

Pedro Lemebel: Una peruana en cuerpo de chileno

Foto: Facebook

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Hoy amanecimos con la triste noticia del fallecimiento de Pedro Lemebel, el escritor chileno, artista plástico, referente de la literatura homosexual y una de las plumas más provocadoras de las letras latinoamericanas.  Murió esta mañana, a los 62 años y debido a un cáncer a la laringe que lo aquejaba hace varios años. Esto fue lo que dijo su familia al comunicar su muerte:

«estuvo aquejado largo tiempo por un cáncer a la laringe que pretendió dejarlo sin voz. Pero ¿quién podría dejar sin voz a Lemebel? Su voz existe y persiste»

La actividad de Lemebel no se limitó a la literatura, él fue un activo militante del Partido Comunista y opositor de la dictadura de Augusto Pinochet. Fue en uno de los encuentros de partidos de izquierda donde su figura se hizo mucho más conocida.  Sobre unos tacones altos, leyó el manifiesto que lo catapultó como uno de los personajes de la escena artística chilena más excéntricos e irreverentes

“No soy Pasolini pidiendo explicaciones. No soy Ginsberg expulsado de Cuba. No soy un marica disfrazado de poeta. No necesito disfraz. Aquí está mi cara. Hablo por mi diferencia. Defiendo lo que soy. Y no soy tan raro. Me apesta la injusticia. Y sospecho de esta cueca democrática. Pero no me hable del proletariado. Porque ser pobre y maricón es peor. Hay que ser ácido para soportarlo. Es darle un rodeo a los machitos de la esquina. Es un padre que te odia. Porque al hijo se le dobla la patita. Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro. Envejecidas de limpieza. Acunándote de enfermo. Por malas costumbres. Por mala suerte”.

Ya Paco Bardales nos ha contado algo de Pedro Lemebel en su paso por la Selva del Perú, ahora reproducimos la gran entrevista que le hizo Jerónimo Pimentel quien amablemente la ha compartido con nosotros.

 

En una manifestación por los desaparecidos de Chile. Foto: Facebook

En una manifestación por los desaparecidos de Chile. Foto: Facebook

Pedro Lemebel: Un Chileno Diferente (Caretas 1843)

Le­me­bel se pa­sea por Li­ma co­mo una se­ño­ra ebria can­tan­do a Juan Ga­briel mien­tras re­co­ge pis­cos y plu­mas del eria­zo la­ti­noa­me­ri­ca­no ma­chis­ta y arri­bis­ta, hi­pó­cri­ta cuan­do no do­mes­ti­ca­do. En sus con­tra­por­ta­das se au­to­de­fi­ne co­mo “in­dio y mal­ves­ti­do”, pe­ro el to­no ro­sa­do de su tez lo ha­ce en el Pe­rú par­te de esa dis­cri­mi­na­to­ria ca­te­go­ría de “blan­cos” que, di­cen las éli­tes con ri­sa, son un ac­ci­den­te cro­má­ti­co. Y sus pa­ño­le­tas es­tam­pa­das y el ai­re kitsch de su ves­tir es­pi­no­so y aca­la­ve­ra­do, le con­fie­ren la dis­tin­ción de la mar­gi­na­li­dad asen­ta­da en un par de ta­cos de an­dar ma­ri­cón, que en su aper­tu­ra sin com­ple­jos y el re­co­ve­co ido de 20 años de ba­ta­llas, co­ge una ele­gan­cia tan or­gu­llo­sa co­mo un ori­gen que no le mo­les­ta re­pe­tir: “mi abue­la se com­pró un mu­ro, pu­so una puer­ta, y esa era mi ca­sa, ¡pe­ro si pa­re­cía una bam­ba­li­na!”. En rea­li­dad, pa­sa que Le­me­bel es una pe­rua­na en cuer­po de chi­le­no. Un percance geo­grá­fi­co que lo ha­ce des­po­tri­car de la ins­ti­tu­cio­na­li­dad po­lí­ti­ca y li­te­ra­ria de su país mien­tras aba­ni­ca el ai­re (las po­ten­tes fra­gan­cias de un ají de ga­lli­na o el amar­go de otro pis­co sour di­bu­ja­do en “Z” so­bre su co­pa –“¡por­que la quie­ro en ‘Z’, co­mo ‘El Zo­rro’–) con sus mu­ñe­cas que­bra­das, las más en­de­bles de Amé­ri­ca La­ti­na, pe­ro que fun­cio­nan co­mo lí­ri­cos es­ti­le­tes cuan­do na­rra la va­cui­dad del triun­fa­lis­mo yup­pie chi­le­no, las mias­mas que bro­tan de la car­ca­ja­da del mi­li­co zu­rrán­do­se en la me­mo­ria de 3 mil de­sa­pa­re­ci­dos, el de­sal­ma­do con­flic­to del pa­ria ter­cer­mun­dis­ta y su ló­gi­ca le­me­be­lia­na, fun­di­da en Lu­cho Ba­rrios y amal­ga­ma­da con sus­pi­ros a Rock Hud­son y el su­dor pue­ble­ri­no del pe­núl­ti­mo hom­bre lo­bo que lo abra­zó ba­jo ma­te­má­ti­ca pros­ti­tu­ta: 20 años/20 cm­s/US$ 20. Y re­pli­ca: “no co­noz­co el per­dón, gol­pe con gol­pe pa­go, be­so con be­so de­vuel­vo”.

–Has di­cho que só­lo es­cri­bis­te un li­bro, ‘La Es­qui­na es mi Co­ra­zón’, y que lue­go só­lo te ha­bías re­pe­ti­do pa­ra co­brar.
–Tam­bién ocu­rre. Mi tra­ba­jo me­ta­fó­ri­co es tan de tru­hán, tan pi­llo. Tam­bién es pro­ba­ble que se con­fun­da una cró­ni­ca con otra. So­la­men­te le cam­bio el tí­tu­lo y co­bro. Pri­me­ro es­cri­bí un tex­to que es co­mo mi ca­ba­llo de ba­ta­lla, ‘Ma­ni­fies­to’. Ahí par­tió mi cró­ni­ca. Fue muy de­sa­fian­te en su mo­men­to y era una pre­gun­ta a la iz­quier­da: ¿qué pa­sa­rá con no­so­tros, com­pa­ñe­ros? El tex­to se pu­bli­có y me lo pa­ga­ron. Y creo que la re­la­ción que ten­go con la ri­gu­ro­si­dad de la es­cri­tu­ra es por el di­ne­ro. Lo di­go con to­da des­ver­güen­za. Qui­zás no sea con el vil me­tal, pe­ro sí con la so­bre­vi­ven­cia. Y de ahí sa­le mi pri­mer li­bro, ‘La Es­qui­na es Mi Co­ra­zón’.

–Eso es de al­gu­na for­ma re­nun­ciar o sa­car­le la vuel­ta a la con­di­ción he­ge­mó­ni­ca que ac­tual­men­te go­zas.
–Tam­bién, hay un jue­go con el per­so­na­je es­cri­tor. Fi­nal­men­te la gen­te co­no­ce más al per­so­na­je que lo que yo es­cri­bo. Me ubi­can, bue­no, los ho­mo­se­xua­les siem­pre so­mos bien ubi­ca­bles, no ser­vi­mos pa­ra la clan­des­ti­ni­dad, pe­ro las per­so­nas no sa­ben qué ha­go yo. Me con­fun­den con mo­dis­to, pe­lu­que­ro, ac­tor, aun­que de al­gu­na ma­ne­ra soy to­do eso en la ca­te­dral fa­lo­cén­tri­ca de la li­te­ra­tu­ra. Es muy di­fí­cil en­trar, en Chi­le so­bre to­do, ha­bien­do esos fa­los poé­ti­cos tan po­ten­tes. No se le per­do­na a un ho­mo­se­xual pro­le­ta­rio que es­cri­ba, y que en­ci­ma es­cri­ba de otras co­sas que no sean ne­ce­sa­ria­men­te la ho­mo­se­xua­li­dad. Pe­ro más que de­cir que exis­te una li­te­ra­tu­ra ho­mo­se­xual, exis­te una le­tra cas­ti­ga­da, una li­te­ra­tu­ra in­com­pren­di­da. Co­mo un bo­le­ro.

–¿Sien­tes que ese ser es­cri­tor gay es una iden­ti­dad que se cons­tru­ye en opo­si­ción a la bur­gue­sía chi­le­na re­pre­so­ra?
–No so­la­men­te la chi­le­na, lo oc­ci­den­tal-he­ge­mó­ni­co es muy re­pre­sor. Por eso me de­ci­do por el gé­ne­ro de la cró­ni­ca que es un po­co un ca­dá­ver ex­qui­si­to, una su­ma de re­ta­zos, ma­te­ria­les bas­tar­dos y gé­ne­ros: bio­gra­fía, poé­ti­ca, can­ción po­pu­lar. Me en­can­tó, era co­mo te­ner el clo­set de la Lady Di. Pe­ro la cró­ni­ca no la po­día de­fi­nir, co­mo tam­po­co pue­do de­fi­nir la per­for­man­ce. Cuan­do a mí me di­je­ron que ha­cía per­for­man­ce, yo no sa­bía lo que era, pe­ro so­na­ba lin­do y era co­mo un pa­sa­je a Nue­va York, que así fue. Con la cró­ni­ca tam­bién, so­na­ba bien ser cro­nis­ta, ar­tis­ta. La gen­te siem­pre pien­sa que los ho­mo­se­xua­les so­mos ar­tis­tas.

–La ho­mo­se­xua­li­dad en Chi­le es mar­gi­nal, pe­ro el pe­rua­no tam­bién com­par­te esa con­di­ción.
–Yo co­noz­co a los paí­ses y los ha­go míos cuan­do ara­mos jun­tos las sá­ba­nas de la lu­ju­ria. Ha­blo del pue­blo, por­que me acues­to con el pue­blo. Sé de sus sa­bo­res, de sus olo­res, de sus ex­cre­cen­cias. Me he acos­ta­do con mu­chos pe­rua­nos.

–¿Sien­tes esa afi­ni­dad con el Pe­rú des­de la mar­gi­na­li­dad?
–Evi­den­te­men­te la cul­tu­ra pe­rua­na in­flu­yó mu­cho en mí. Lu­cho Ba­rrios, Lu­cha Re­yes y Ma­nuel Do­nay­re y to­dos los val­se­ci­tos del alam­bra­do co­ra­zón.

–¿Có­mo sien­tes la re­la­ción en­tre Pe­rú y Chi­le, que his­tó­ri­ca­men­te ha si­do ten­sa? Si te acer­cas a un kios­co no ha­brá día en el que no leas un ti­tu­lar acer­ca de la ca­rre­ra ar­ma­men­tis­ta chi­le­na.
–Que pe­leen los pre­si­den­tes, pe­ro los pre­si­den­tes pa­san co­mo las olas del mar, que­dan otros sen­ti­men­ta­lis­mos, otras sub­je­ti­vi­da­des que son más fuer­tes y que nos ha­cen te­rri­to­ria­li­zar­nos en otro es­pa­cio, en un con­ti­nen­te, en una si­tua­ción de asa­la­ria­dos fren­te al pri­mer mun­do. La del pe­rua­no es la mis­ma con­de­na que hay con los ma­pu­ches. Tam­bién se les acu­sa de bo­rra­chos, pen­den­cie­ros, flo­jos. Y yo soy bo­rra­cha, flo­ja, pen­de­cie­ra y ma­ri­co­na­za.

–La pre­gun­ta en rea­li­dad es có­mo la so­cie­dad chi­le­na te per­mi­te. ¿Qué eres? ¿El tu­bo de es­ca­pe del neo­yup­pis­mo li­be­ral?
–No, no creo que se me per­mi­ta, yo me he ga­na­do ese lu­gar a co­da­zos.

–Ara­ña­zos.
–Y ara­ña­zos. Y yo di­ría, ni tan­to con la es­cri­tu­ra. Yo a pa­ta­das apren­dí a leer, y a be­sos apren­dí a es­cri­bir.

–¿Por qué usas el ape­lli­do de tu ma­dre?
–Por­que de­bo ser el úni­co Le­me­bel que que­da. Por­que creo que mi abue­la cuan­do es­ca­pó de su ca­sa em­ba­ra­za­da de mi ma­dre se cam­bió el ape­lli­do.

–¿Es una for­ma de rea­fir­mar tu fe­mi­ni­dad?
–De mi ma­dre he­re­dé su sen­tir, su mi­ra­da so­bre la in­jus­ti­cia. De ella he­re­dé to­das esas con­di­cio­nes bá­si­cas pa­ra ser un ser dig­no en es­ta Amé­ri­ca. Yo na­cí por­fia­da, yo ve­nía tor­ci­da, mi­ré el mun­do y no me gus­tó, que­ría vol­ver a me­ter­me al úte­ro.

–¿Tu pa­dre te acep­tó?
–Pe­ro yo no creo en la acep­ta­ción, es muy cris­tia­na la acep­ta­ción. Yo sos­pe­cho cuan­do me acep­tan, cuan­do me com­pren­den. Co­mo di­ce Per­long­her, yo no quie­ro que ni me com­pren­dan ni que me en­tien­dan, yo quie­ro que me co­jan, una y otra vez. ¡Bis!

–Ro­ber­to Bo­la­ño de­cía que tú eras el poe­ta más im­por­tan­te de tu ge­ne­ra­ción, sin ser poe­ta. ¿Has es­cri­to poe­sía?
–No, le ten­go un gran res­pe­to, sin que yo sea un su­je­to que res­pe­te mu­chas co­sas. Pe­ro a esa al­qui­mia de la le­tra sí le ten­go res­pe­to. Son muy light los na­rra­do­res. Y los poe­tas son bue­nos pa­ra la dro­ga, pa­ra el tra­go, pa­ra los pla­ce­res. Si se des­cui­dan uno les pue­de co­rrer ma­no, per­te­ne­cen más a mi mun­do.

–¿Re­co­no­ces una tra­di­ción tras de ti?
–Muer­do la ma­no que me da de co­mer. De al­gu­na ma­ne­ra en la mis­ma es­cri­tu­ra. Pe­ro tam­bién co­mo el per­so­na­je. Tra­to de des­truir ese mi­to tras­cen­den­tal del es­cri­tor que fu­ma pi­pa y usa tra­jes de li­no y es­cri­be fren­te al mar. A mí el ho­ri­zon­te me da sue­ño. Yo ne­ce­si­to el rui­do de la ciu­dad pa­ra es­cri­bir. Me su­mo a ese mur­mu­llo, no es que ha­ble por él. Las mi­no­rías tie­nen que ha­blar ca­da una por sí so­la. Yo ha­go una es­pe­cie de ven­tri­lo­quía con el dis­cur­so ho­mo­se­xual, el dis­cur­so pro­le­ta­rio, el dis­cur­so ét­ni­co.

–En tus li­bros des­ti­las mu­cha crí­ti­ca al neo­li­be­ra­lis­mo.
–¡Có­mo no!

–¿De qué for­ma te has cons­trui­do po­lí­ti­ca­men­te?
–A mí me pre­gun­tan có­mo en­tro al lu­gar de la aca­de­mia. Yo con­tes­to que por la puer­ta de ser­vi­cio. Y pue­do re­co­no­cer esa en­tra­da, pe­ro no la sa­li­da. La sa­li­da de­be ser por ahí mis­mo. Pe­ro hay que rein­ven­tar nue­vas es­tra­te­gias pa­ra cru­zar los en­sam­bla­jes del po­der, que en es­tos mo­men­tos son más di­fu­sos.

¿Tu mi­li­tan­cia iz­quier­dis­ta se trun­có…?
–Nun­ca per­te­ne­cí a nin­gún par­ti­do pe­ro ten­go mi co­ra­zón a la iz­quier­da.

–¿…Por la re­pre­sión co­mu­nis­ta a lo gay?
–Nun­ca fue tan­to.

–En Cu­ba fue bas­tan­te.
–Sí, pe­ro más que la re­pre­sión es el si­len­cia­mien­to, pe­ro en rea­li­dad la iz­quier­da chi­le­na ha cam­bia­do.

–¿Sien­tes que La­gos es la iz­quier­da?
–No, La­gos es la so­ber­bia con cal­zo­nes de abue­la. Ese mo­ra­lis­mo ne­go­cia­ble, transa­ble. La­gos ven­dió la me­mo­ria chi­le­na, y eso no se lo per­do­na­mos mu­chos.

–¿En qué mo­men­to la ven­dió y a cuán­to?
–La ven­dió con los de­sa­pa­re­ci­dos. Se hi­zo el hue­vón, ne­go­ció. Ha­ce po­co es­ta­ba in­vi­ta­do a Ari­ca, en la fron­te­ra pues, don­de nos to­pa­mos…

–La pro­vin­cia que nos qui­ta­ron.
–¡Uy, ver­dad! Pe­ro yo les de­vuel­vo to­da la hue­va­da. Es cier­to, yo ado­ro el nor­te, y lo ado­ro por­que es otra co­sa, otra cons­truc­ción cul­tu­ral, más ri­ca que el sur lle­no de gua­sos y ale­ma­nes na­zis. Y hay ad­he­sio­nes, más allá de los na­cio­na­lis­mos.

–¿La tie­nes con Bo­li­via?
–Por su­pues­to.

–¡Que les den mar!
–Que les den mar a esos ni­ños bo­li­via­nos que nun­ca lo vie­ron. Que a un ni­ño se le pri­ve de ese mi­la­gro es muy in­jus­to.

–Alu­dien­do al ver­so de Lihn, ¿al­gu­na vez sa­lis­te del ho­rro­ro­so Chi­le?
–Don­de uno va, lle­va el pai­sa­je de don­de na­ció. Y yo creo que pa­ra mí es ine­vi­ta­ble lle­var el ho­rro­ro­so San­tia­go. Por eso acen­túo mis pa­cho­ta­das chi­le­nas, pa­ra re­cor­dar mi ciu­dad, que ven­go de ahí.

–¿Y a dón­de vas? ¿Vie­nes de ahí y vas ha­cia ahí?
–Co­mo la ser­pien­te que se muer­de la co­la.

–Una ser­pien­te ro­sa.
–No, una más bien os­cu­ra..

–Una ser­pien­te em­plu­ma­da.
–¡Eso sí!

 

Su última aparición. Foto: Facebook

Su última aparición. Foto: Facebook

Esta fue la despedida de Lemebel en Facebook:

Queridos amigos feisitos:

Mi enfermedad no me permite contestar en otra página que no sea ésta.

Les dejo estas letras en estas letras en este último día de este mísero y próspero año. El reloj rueda frenético hacia las doce de la noche. Para algunos éste año ha sido dichoso. Para otros no tanto, como por ejemplo para mi amiga ministra, Helia Molina, a quien la derecha pérfida, golpista, hipócrita y cerda cagó. No merecen ser chilenos, porque lo dicho por Helia lo hemos pensado todos, miles de veces. 

Bueno, el reloj sigue girando. No hace frío ni calor, y extiendo mi voz como un abrazo anticipado para ustedes. Siempre estaré con ustedes, con quien merece estarlo, por supuesto. Viví en este país hermoso que tanto amé con Gladys, con mi madre, con Sergio Parra, con la izquierda dura, que nunca se doblegó.

Falta gente, faltan amigos, faltan mis desaparecidos, que torpemente casi dejo afuera de esta lista.

El reloj sigue girando hacia un florido y cálido futuro. No alcancé a escribir todo lo que quisiera haber escrito, pero se imaginarán, lectores míos, qué cosas faltaron, qué escupos, qué besos, qué canciones no pude cantar. El maldito cáncer me robó la voz (aunque tampoco era tan afinado que digamos).

Los beso a todos, a quienes compartieron conmigo en alguna turbia noche.

Nos vemos, donde sea.

Pedro Lemebel.

Y así era como se definía a sí mismo.

Nos vemos, donde sea.