El ensordecedor estilo de Urresti en su camino a la silla presidencial
escribe Hugo Coya
En este lado del mundo, la política ha sido siempre generosa en sinvergüenzas, corruptos y pícaros. Es tan fructífera que nos permite elegir, cada cierto tiempo, cuál de ellos se incrustará en alguna esfera del poder, incluyendo sus más recónditos espacios.
Así, en cada elección, aparece una persona que funge de apolítica y aprovecha las debilidades de sus contrincantes, recordándoles sus oscuros pasados con miras a obtener réditos y garantizar su propio futuro. A lo largo de la historia, este método ha tenido resultados seguros: la belicosidad y los insultos granjean muchas simpatías entre las personas menos esclarecidas y numerosos votos en una eventual elección.
El lenguaraz parece predestinado a triunfar porque consigue revestir con palabras sus propias ambiciones mientras desviste, supuestamente, aquel sistema cacofónico de políticos disonantes que arrastramos desde hace siglos. Lo hizo, en su oportunidad, Hugo Chávez en Venezuela; Evo Morales en Bolivia; Alan García y Alberto Fujimori en Perú, entre otros ejemplos recientes.
La frase faltosa, dicharachera, insultante, atraerá el aplauso fácil hacia el ´desafiante´, hacia el ´contestatario´, hacia el que se enfrenta a los todopoderosos. No importa su ideología, sus principios o sus planes de gobiernos, los cuales, por cierto, serán meras referencias episódicas ya que se tornarán amarillentos, irrelevantes y anecdóticos cuando conquiste el poder.
En este periodo entre el inicio de la campaña electoral propiamente dicha y la cercanía al fin de un gobierno, los peruanos atravesamos aquel momento que podríamos denominar como el preámbulo del ´juego de las sillas´, donde los posibles candidatos a la presidencia están esperando a que suene la música para comenzar a correr hacia ella (la presidencial, por supuesto).
Consciente de ello, un ministro de Estado – el del Interior, Daniel Urresti — ha decidido tocar fuertemente el tambor y vociferar al máximo, extasiado por las encuestas que lo sitúan como la figura más popular del gobierno del presidente Ollanta Humala y, quizás, el titular de un portafolio que ostenta las mayores cifras de aceptación en muchas décadas. Algunos analistas lo apuntan como el posible candidato oficialista para suceder a Humala, aunque él lo haya negado.
No obstante, el caso Urresti parece grave e incluso patológico. Hace escarnio y usa un verbo incendiario ante los demás con la clara intención de encandilar a la masa con su verbo florido. Dice y se desdice; se mofa y retrocede; les recuerda los entuertos de sus vidas públicas y privadas, a sabiendas que sus mensajes en el twitter o discursos polifónicos conquistarán titulares en una forma tan acompasada como los acordes de una buena sinfonía.
Con un menosprecio escalofriante hacia sus detractores – políticos y periodistas –, Urresti ha conseguido resultados inmediatos, visibles y, al mismo tiempo, degradantes. Aquello que podría constituir apenas un estilo pintoresco e irrelevante, se está transformando ya en una forma comportamiento que viene ocasionando un ensordecedor ruido político. El estilo Urresti, pues, amenaza con invadir todas las esferas de la vida peruana.
Los buenos modales – aunque muchas veces amorales de nuestros políticos — han cedido al estilo agresivo, cantinflesco y chabacano de un ministro que usa cualquier forma verbal para defender su gestión y la del gobierno. Si se compara con las, usualmente, ponderadas formas de Humala, Nadine Heredia, la primera ministra Ana Jara, sus demás ministros – con excepción del de Defensa, Pedro Cateriano – o los otros políticos, Urresti parece ser una persona desbocada en busca de golpear al contrincante para sentarse antes que nadie en la silla presidencial, olvidando que, para ser autoridad, no solo hay que tener poder sino también saber ejercerlo con el ejemplo y la responsabilidad que esto conlleva.
Urresti olvida que la contundencia no tiene nada que ver con el insulto, mucho menos con la amenaza. La certeza de tener la razón no tiene nada que ver con la agresión verbal y que los errores del gobierno no son responsabilidad de la oposición ni se silencian con notas más agudas.
Lo que el país necesita es un clima político sin intolerancia. A estas alturas, el crecimiento económico ya debería habernos conducido definitivamente a la madurez, construyendo partidos políticos sólidos y los políticos honestos que formen la primera línea del coro, desterrando para siempre aquellos discursos o sonidos que repican apenas para seducir al electorado sin interpretar exitosamente los sones de una auténtica democracia.