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Dicen que el rostro del Perú es el de una mujer, pero casi el 80% del Congreso tiene rostro de hombre

Foto: La República

Foto: La República

Escribe: Diana Chávez

Representar es hablar y actuar por alguien. Hacerla o hacerlo presente en donde no está; en donde no tiene voz. Las mujeres somos más de la mitad de la población nacional y más de la mitad de la población con derecho al voto. Hay estudios que sostienen, además, que las mujeres serían más de la mitad de la militancia de los partidos políticos.

Sin embargo, las mujeres solo tenemos el 22% de escaños en el Congreso. Cuando se han archivado proyectos de ley que hubieran beneficiado a las mujeres, como el de despenalización del aborto en caso de violación; como el de acceso universal y gratuito a métodos anticonceptivos para mitigar la creciente ola de embarazos adolescentes; como el de alternancia de hombres y mujeres desde el primer lugar de las listas de candidatos y como el de prevención y sanción del acoso político, la decisión del Congreso no nos ha representado.

Cuando alguien dice que el rostro del Perú es el de una mujer joven, debemos recordar que casi el 80% del Congreso tiene rostro de hombre mayor de 50 años, según el promedio de sexo y edades de los y las congresistas electos el 2011. Y así, la representación de las peruanas se convierte en una tarea casi humanamente imposible:

De 26 distritos electorales, 11 no tienen congresistas mujeres. Entre ellos, al menos cuatro tienen problemas severos de trata de personas, explotación sexual de mujeres niñas y adultas y embarazo adolescente.

Al inicio de cada año legislativo, más de 100 congresistas hombres tienen el reto de distribuirse entre 24 comisiones ordinarias. Lo hacen con dificultad, pero lo logran. Ahora bien, el mismo reto es asumido por menos de 30 congresistas mujeres.

No lo logran, y así por ejemplo, la Comisión de Trabajo ha pasado dos años legislativos sin titulares mujeres que impulsen al interior de ella discusiones sobre igualdad salarial, descansos postnatales compartidos para hombres y mujeres, cuotas de género en los directorios de las empresas estatales, mejores formas para regular y fiscalizar la prevención y sanción del hostigamiento sexual laboral, entre otros.

Los máximos espacios de toma de decisiones también son afectados por esta situación de subrepresentación, y así la Mesa Directiva del Congreso tuvo que esperar a su tercer año para tener – tras mucha presión de las parlamentarias – una vicepresidenta, tras dos años legislativos solo con integrantes hombres.

Si bien en parte esta situación puede responder a factores como el tamaño de los distritos electorales (Madre de Dios, por ejemplo, solo tiene un escaño en el Congreso), hay soluciones muy concretas que en su momento el Congreso tuvo la oportunidad de aprobar, pero decidió no hacerlo: las mujeres ahora suman cerca del 40% de candidaturas al Congreso, pero gran parte de ellas está ubicada en puestos en sus listas con pocas o nulas posibilidades de resultar en cargo electo. Dependen de sus campañas individuales para lograr un número alto y suficiente de votos preferenciales que les permita ganarle a quienes van mejor ubicados en la lista.

Para evitar esta situación y lograr una distribución equitativa de los primeros lugares de las listas de candidatos, varias congresistas impulsaron desde el año 2012 – con poca solidaridad de sus pares hombres – el proyecto de ley de alternancia de género. La iniciativa fue archivada en más de una ocasión, con argumentos como este:

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Imagen: Congreso de la República

No solo hace falta más mujeres en el Congreso. Sino también que los hombres que lo integran, estén comprometidos y trabajen por la igualdad. El acceso al poder no es igual para hombres y mujeres. Primero, porque las reglas de juego han sido diseñadas por quienes – predominantemente – aun consideran que las mujeres le «roban» espacio a los hombres en la arena política y no que tienen derecho a ocupar el mismo espacio.

Y alcanzar la igualdad no pasa solo por una decisión política de los congresistas al votar uno o varios proyectos de ley. Porque si buscamos culpables, siempre será más cómodo echarle la culpa al Congreso o a los partidos políticos en lugar de hacer una autoevaluación. Pero nivelar el terreno de acceso al poder pasa por asumir nuestra responsabilidad desde el lugar que ocupamos y evaluar incluso conductas pequeñas y cotidianas pero no por ello menos simbólicas y arraigadas.

Cuando hablamos de «micromachismos» (palabra de la que algunas personas aun se ríen) hablamos, precisamente, de estas conductas, casi imperceptibles para unos, pero que se plasman en algo tan sencillo como el modo de evaluar a una candidata mujer y a un candidato hombre. Diferenciado. Común. Tolerado socialmente. Pero no por ello menos machista.

Así, pues, es tan responsable de nivelar el terreno el reportero que le pregunta a una candidata si ha engordado o si es virgen (preguntas que no recuerdo le hayan hecho a un candidato hombre jamás), como el usuario o usuaria de redes sociales que sostiene que una mujer se coloca el símbolo partidario en el pecho «a propósito» o que sale «de perfil» (léase «mostrando que tiene senos» – o sea, ¡forma humana!), o que va a ganar una elección «porque es bonita».

No he escuchado en esta campaña que digan eso de ningún candidato hombre, que es libre de andar con la camisa abierta sin que se piense que quiere transmitir «algo» (salvo que tiene calor), que es libre de ponerse el símbolo partidario donde le cante la gana (¿dónde se supone que debería colocarse el símbolo una mujer para que no se piense mal de ella: en el estómago?), o de ser guapo o feo sin que eso no tenga que ser usado como un filtro previo a la evaluación de su idoneidad para ocupar el cargo.

Cuando tú, elector o electora, te rías de estar leyendo esto o pienses que es ridículo, piensa que es el mismo argumento que se utiliza para descalificar el testimonio de una mujer que ha sufrido violencia sexual: ¿qué tenías puesto? ¿qué le diste a entender?

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Caricatura: Carlín

No exageramos cuando decimos que la política puede ser tan violenta con una candidata como lo puede ser la calle con cualquier mujer. La estructura, la forma de pensar que genera una agresión sexual y la posterior descalificación de quien la sufre se replican en la política como en la calle y se traducen en desigualdad.

Es tan machista el hombre que toca a una mujer sin su consentimiento como el elector que dice que una candidata resultará electa porque usa un polo o un pantalón pegado, como el congresista que no mira a su compañera congresista a los ojos sino a las piernas, o que le silba mientras camina por el hemiciclo (sí: sucede). La moraleja es la misma: si no te gusta, para qué sales; quédate en casa; el mundo es así/ la calle es así/ la política es así. La conclusión es la misma: no somos iguales.

Mientras no examinemos cada una de estas pequeñas cosas y comencemos a asumir nuestras responsabilidades individuales, nada de esto va a cambiar. Pero es 8 de marzo y en vez de renegar como todos los años, pensemos que sí puede. Es un camino, hacia una sociedad humana y justa con mujeres y hombres, que mujeres y hombres debemos caminar lado a lado. Es la única manera.