blogs , Lima , periodismo , sociedad , turismo , viajes Viernes, 2 enero 2015

Por las azoteas: una refrescante crónica de los techos de Lima escrita por una periodista extranjera

Diego Pereira

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Foto: Hildegard Willer

Foto: Hildegard Willer

No existe mucho material escrito sobre la vida en el techo. Rara vez ha vuelto un escritor a sobrevolar los límites externos de las edificaciones limeñas, más allá del inmortal cuento de Julio Ramón Ribeyro, «Por las azoteas»:

Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido.

En todo caso, no abunda el registro sobre la costumbre de utilizar la azotea como refugio para todo aquello que no está considerado como parte esencial de la vida diaria, pero que sin embargo nos rehusamos a perder. Excepto esta crónica escrita por la periodista alemana Hildegard Willer que da en el clavo cuando declara que:

Las azoteas limeñas son el lugar de los niños, de los perros, de las empleadas. Son el lugar de los que todavía no pertenecen a la sociedad o de los que nunca tendrán la posibilidad de pertenecer a ella.

La crónica, presumiblemente a manera de homenaje, lleva el mismo nombre que el cuento de Ribeyro.

 

Aquí un extracto del texto:

En París los cuartos de empleadas, las chambres de bonnes, se habían convertido hace tiempo en un topo literario como refugio creativo para poetas geniales y pobres. ¿Qué hubiera sido de la historia literaria latinoamericana sin el paso de García Márquez, Julio Cortázar y Julio Ramón Ribeyro por las miserables buhardillas parisienses que no eran sino la versión francesa del cuarto de empleada? Mientras que la azotea limeña y sus cuartos de empleada han estimulado la fantasía infantil de Julio Ramón Ribeyro, no aparecen como lugar de creación artística adulta. Las azoteas limeñas son el lugar de los niños, de los perros, de las empleadas. Son el lugar de los que todavía no pertenecen a la sociedad o de los que nunca tendrán la posibilidad de pertenecer a ella. Simbolizan la libertad y la nostalgia de la Lima antigua, pero también la estructura social, cuyas brechas dan poco lugar a fantasías transgresoras.

En mi azotea de gringa quería dar lugar a estas transgresiones. En mi cuarto de empleada han vivido incontables amigos de todo el mundo, misioneros, campesinos, transeúntes. En mi azotea hemos hecho fiestas hasta que Doña Isabel, la de la casa de al lado, me llevó de la mano para mostrarme las grietas que dizque habían causado nuestros pasos de huaino en su muro. Igual seguimos bailando. En mi azotea nació —casi— mi ahijado. Allí mismo se gestaron tesis y libros. Solo que no se realizó la crónica maestra de las azoteas. Una vez faltó poco. Alberto, un fotógrafo chileno que había dejado su Serena natal por el sueño de tomar fotos de peleas de gallos en el Perú, cayó por esas cosas del azar en mi azotea y lo convencí de que, antes de ocuparse de los gallos, debía subir conmigo a cuanta azotea pudiéramos encontrar para tomar fotos de los techos de Lima. Empezamos a recorrer algunas azoteas del Centro, pero no encontramos quién quisiera publicar el reportaje y lo dejamos caer. El chileno se marchó al norte en búsqueda de la foto perfecta de la riña de gallos, y yo pensé que me quedaba mucho tiempo para escribir esta crónica. 

Puedes leer el texto completo aquí

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