Mucha Mierda Lunes, 1 septiembre 2014

El tío Negro

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Así le decían, y yo me sentía recontra identificada porque en una familia donde la claridad y oscuridad de la piel parecían una obsesión, que a mí me dijeran «Negrita» y a él, que era algo así como mi héroe, «el Negro», me hacía sentir un poco más valorada. Cuando yo era niña, el tío Negro vivía en México, era uno de los actores más famosos de ese inmenso país y salía en todas las novelas de Televisa: si un día era el papá de Cristina en Mundo de Juguete, otro se estaba chapando a Lucía Méndez en Viviana, o de pronto aparecía en pantalla como el galán de Simplemente María que repetían por enésima vez, en esa tele ochentera de tres canales que consumíamos de niños.

Ricardo Blume Traverso, siempre ha sido el tío Negro para mí, es el esposo de mi tía Silvia, el papá de mis primas que hablaban como el Chavo, y de niña era ese personaje mítico del que yo tenía una fotografía autografiada guardada en mi mochila para pavonearme en el colegio. Ricardo Blume, era además, el tío que venía a Lima de visita de vez en cuando y que siempre se daba tiempo para coger su guitarra y cantar «estaba la rana cantando debajo del aaaaa gua» con todos sus sobrinos que nos moríamos por él.

Cuando el Perú recuperó la democracia y Fernando Belaunde asumió la presidencia, el tío Negro abandonó México en la cúspide de su carrera y se vino a hacer teatro a su país. Se trajo a sus hijas que ya estaban super adaptadas a su realidad mexicana y se dispuso a trabajar con sus amigos de siempre: Lucho Peirano, Alberto Isola, Coco Guerra… Después de diez años de ausencia, Lima volvía a gozar de su talento en obras como Gepetto o Emigrados; pero la crisis económica de los ochenta y el terrorismo le jugaron en contra, a él más que a nadie. El actor de moda que había dejado una carrera exitosísima en México veía pasar sus días en Lima sin poder trabajar: los apagones, la falta de producciones nacionales, la convulsión de esos años lo sentaron, como él dice «en la banca de suplentes» y se consumió sus ahorros de años de trabajo.

Cuando en 1992, al tío Negro Televisa le volvió a ofrecer trabajo, ya no era el galán de moda que había abandonado México una década atrás. Ya tenía más de 60 años y el pelo blanco y si volvía sabía que le esperaba otro lugar en ese mundo tan farandulero de la tele. El Negro volvió para hacer de portero de colegio de la exitosísima serie Carrusel y se metió a los mexicanos otra vez al bolsillo. Regresó con la humildad de los grandes, a actuar en lo que pudiera porque un actor que no trabaja no existe. Televisa le ofreció un contrato exclusivo que dura hasta el día de hoy y en el que, él mismo confiesa, la parte más fascinante es que pudo hacer nuevamente teatro. En serio y del bueno. Y su nombre en cualquier reparto en México es garantía de calidad.

Del tío Negro aprendí a ver teatro, aprendí a leer teatro (tenía una biblioteca increíble que yo devoraba con y sin su permiso), aprendí lo que era escribir una columna divertida porque jamás me perdía las suyas en el Comercio (Como cada jueves, se llamaba). Y sigo aprendiendo, porque el otro día que lo vi en esa preciosura de película que se llama «Viejos amigos», el otro día que me hizo reír hasta las lágrimas, de pronto recordé cuánto le debo. Y volví a admirarme por su profesionalismo, por sus infinitas ganas de seguir aprendiendo, por su humildad. Por esa capacidad para encantarnos que siempre tuvo y tendrá: desde una pantalla grande, una pantalla, chica, un escenario o detrás de una guitarra mientras quince niños desafinados repiten «estaba la rana sentada cantando debajo del aaaaaagua…»